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Versión completa: Flechas cruzadas en la nieve
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Hoyōbi, 11 de Bienvenida del año 218



Al norte, a casi dos días de camino desde Amegakure, justo a los pies de la cordillera Tsukima se alza una humilde ciudad llamada Yukio. La noche ya había tendido su manto oscuro en el cielo y la luz de las farolas se desparramaba por las calles, prácticamente vacías, acariciando los muros de las pequeñas casitas de madera y piedra que se desperdigaban por doquier. El humo salía de sus chimeneas, alargando sus brazos tratando de alcanzar las estrellas. La primavera ya había llegado, pero la nieve que alfombraba las calles y el intenso frío de aquella noche despejada no parecía haberse dado cuenta de ello.

Y de entre todas aquellas casitas, en una posada sin nombre, de apenas dos plantas de altura, se respiraba un ambiente de lo más festivo. Se veía a través de sus ventanas de cristales empañados, y se escuchaba a través de la vieja puerta de entrada, que comenzaba a sufrir el paso del frío a través de los años. Música, golpes, gritos. El local era igual de rústico por dentro que por fuera. Conformado enteramente por madera, la sala se extendía repleta de mesas y sillas por doquier, todas ellas ocupadas, esquivando algún que otro pilar que sostenía el techo. En el fondo, al otro lado de una barra de bar y frente a una estantería llena de botellas de todas formas y colores, el posadero charlaba y reía animadamente con un grupo cercano de paisanos que ya debían de llevar alguna que otra copa de más metida en el cuerpo. En el extremo derecho, una desvencijada escalinata subía hasta el segundo piso y sus escalones chirriaban con descaro cada vez que alguien los utilizaba. En el hueco de la escalera, un hombre rasgaba un shamisen mientras otro grupo de personas, abrazadas por los hombros y con las mejillas sonrosadas por el efecto del alcohol, le cantaban los coros de las canciones populares del pueblo.

De haber podido elegir, no se le habría ocurrido quedarse en un lugar así. Ella prefería la calma, el silencio, y se sentía como un pez fuera del agua en una fiesta así. Ni siquiera sabía qué era lo que se estaba celebrando. Pero no quedaba ni una sola habitación más en todo Yukio, por lo que se había visto obligada a hospedarse en aquella posada para no morir de frío fuera. Y mientras esperaba a que todo se calmara para poder dirigirse a su habitación y conciliar el sueño, Ayame se había sentado en la mesa más recóndita de la posada, con un chocolate caliente, y ahora jugueteaba con un mechón de pelo, distraída.

«Me está comenzando a crecer.» Observó para sí, meditativa.

Desde lo que había ocurrido con los Kajitsu Hōzuki, había cambiado en varios aspectos. El más notorio de todos era que ya no ocultaba la marca de nacimiento con forma de luna menguante que lucía en su frente. Obviamente, y a consecuencia de aquello, tampoco llevaba ya la bandana que la acreditaba como kunoichi de Amegakure en ella, sino que ahora la lucía atada en torno al cuello.
A quien se le habría ocurrido aterrizar por allí con el jodido frío que hacia. Pero es que no tuve mucha opción. Fui a volver a ver a las arañas, para intensificar el entrenamiento y se nos hizo bastante tarde. No hubo más remedio que dirigirse a Yukio y buscar algún lugar donde pasar la noche y protegerse de aquel jodido frío del demonio.

— ¡Borrachos! gritó el arácnido entre risitas forzadas

— Joder, por favor...

Maldecía en voz alta todas y cada una de las 8 patas con las que se movía. Pero entonces echó a correr tanto como su cuerpo le permitía en dirección de aquel local del cual salían los gritos y los berridos de los borrachos.

— ¡Eh, espera!

Entonces eché a correr yo, pero la nieve me la jugó. La primera zancada quise hacerla demasiado rápido y resbalé, cayendome de morros en la alfombra blanca que se extendía por toda la plaza.

···

En el interior, Kumopansa iba cogiendo temperatura corporal mientras iba observando a la gente que, borrachos como cubas, se reían de ver al arácnido en aquel lugar mientras, seguramente, pensaban que aquella visión era fruto de la cogorza. Ilusos. Pronto encontró su primera víctima. Se trataba de una muchacha de ropajes azulados y cabello azabache. Parecía aburrida y enbobada con su mechón. Así pues, Kumopansa escaló la silla que estaba al lado de la que Ayame se había sentado y poso su abdomen sobre la superfície.

Emitió un bufido para llamar su atención.


— ¡Eh, niña, aterrriza! ¿Estás aquí con nosotros o qué? ¡Eooooooooo!
De repente, un sonido la sobresaltó. Había sido una especie de soplido, un bufido. Y había sonado muy cerca de ella. Sacada de sus pensamientos, Ayame miró a su alrededor, buscando el origen de aquel. Sin embargo, ninguna de las personas que se encontraban en la taberna se había acercado a ella, y desde luego ninguna de ellas le prestaba la más mínima atención. Todas ellas seguían enfrascados en sus botellas, sus alaridos y su embriaguez.

¿Acaso había sido su imaginación?

—¡Eh, niña, aterrriza! ¿Estás aquí con nosotros o qué? ¡Eooooooooo!

Volvían a dirigirse hacia ella, y Ayame miró a un lado. Pero la silla que tenía junto a ella seguía tan vacía como lo había estado desde que se había sentado desde el principio.

Vacía...

Si no contaba...

A la enorme araña que estaba allí sentada, mirándola fijamente con sus múltiples ojillos.

—¡¡¡AAAAAAAAAHHHHHH!!!

El chillido de la kunoichi acalló de un solo golpe el constante murmullo de la taberna, que quedó sumida de repente en un tenso y quebradizo silencio. Ayame se había levantado de su asiento de repente, y contemplaba con ojos asustados al arácnido. ¿Quién había sido el gracioso que le había colocado aquel animal al lado para asustarla? En realidad no solía sentir miedo por los bichos, pero aquella araña era realmente grande. Sin duda alguna, debía sobrepasar sin ningún tipo de dificultad la amplitud de toda su mano extendida.

A su alrededor, la taberna comenzó a cobrar vida de nuevo. Aunque, en aquella ocasión, no era alegría y gozo lo que expresaba la voz de los parroquianos. Sino miedo e incluso asco.

—¿Qué es eso? ¿Una rata? —se oyó una voz de mujer detrás de la barra.

—¡No, mujer! ¿No ves que sólo es una araña?

—U... ¿unha? ¡Pue' io veo cccccccinco! ¡HIP!

Ayame miró a su alrededor, acongojada. ¿Qué debía hacer? No quería matar al animal, pero era demasiado grande como para echarla fuera. ¿Sería venenosa? ¡Lo último que deseaba era que le clavara aquellos quelíceros si hacía cualquier tipo de movimiento!

Sin embargo, alguien tomó la decisión por ella. El encargado de la taberna dio un fuerte golpe contra la barra del bar.

—¡Maldita sea! ¡¿No estuvo aquí hace poco el jodido fumigador?! ¡Menudo timo de empresa "Los Antikikaichu" estos, se van a enterar cuando les llame! ¡Kari, trae el flusflus!
La araña no podía haber estado más equivocada en el hecho de fijarse en Ayame. De todas las personas que estaban en aquel antro en aquel preciso momento, ella era la más peligrosa. Pero pronto iba a descubrirlo. Kumopansa siguió con su juego, llamando la atención de la kunoichi de Ame hasta que está se fijo en el arácnido. Lo miró y...

—¡¡¡AAAAAAAAAHHHHHH!!!

— ¡Joder! ¿Por qué chillas tanto? no soy un jodido fantasma

El local se vio ensordecido tras aquel grito de terror de la joven y todos se fijaron en la ochopatas. Los murmullos se reiniciaron, pero esta vez tenían un objetivo en común, neutralizar a Kumopansa, quién sabe si incluso eliminarla.

— Esto... je je je... ¿Yota-kun?

Aquello fue lo único que atinó a decir el animal, presumiblemente indefenso ante aquella jauría de asesinos de arañas.

—¿Qué es eso? ¿Una rata? —se oyó una voz de mujer detrás de la barra.

—¡No, mujer! ¿No ves que sólo es una araña?

—U... ¿unha? ¡Pue' io veo cccccccinco! ¡HIP!


— ¡Ah! aquí estás, araña del demonio — dije entre bufidos hasta que mi mirada se cruzó con la de Ayame. Fue como si me hubiese congelado. Recordaba aquel rostro a la perfección — Me cago en mi vida... ¿Aotsuki Ayame? ¿Qué diantres haces aquí?

—¡Maldita sea! ¡¿No estuvo aquí hace poco el jodido fumigador?! ¡Menudo timo de empresa "Los Antikikaichu" estos, se van a enterar cuando les llame! ¡Kari, trae el flusflus!

La voz del encargado hizo saltar todas las alarmas internas. desvié la mirada y trataba de trazar una especie de plan para salir todos vivos de aquel lugar.

— el... ¿flusflus? pregunté al aire
Ayame se había quedado paralizada en el sitio, pálida como la cera. ¿Había escuchado bien? ¿Había sido alguna persona de alrededor y había confundido su origen? ¿Su cerebro le había jugado una mala pasada?

O de verdad...

Aquella araña...

¡¿Acababa de hablar?!

—¡Ah! aquí estás, araña del demonio —Para sorpresa de todos los presentes, un chico se había abierto paso entre la multitud. No era su presencia allí lo más extraño, sino el hecho de que parecía conocer a aquel arácnido. Sin embargo, en un momento dado las miradas de los dos shinobi se cruzaron, y él se quedó paralizado en el sitio—. Me cago en mi vida... ¿Aotsuki Ayame? ¿Qué diantres haces aquí?

—Y... ¿Kota-san?

Le había costado algunos segundos reconocerle, pero cuando lo hizo los recuerdos inundaron las playas de su memoria. Aquella tez oscura, su pelo claro recogido en una trenza, la vestimenta de colores vibrantes y llamativos... Aquel shinobi de Kusagakure había participado en el Torneo de los Dojos, y ella había tenido la ocasión de combatir contra él en la semifinal. Sólo le volvió a ver en una ocasión más, y de forma fugaz, cuando se presentaron para cumplir la misión de las tres aldeas.

Pero parecía que debían dejar los saludos para después. En ese momento, el encargado de la posada llegaba armado con un enorme bote insecticida que enarbolaba como un arma de destrucción masiva, dispuesto a acabar con la vida de la araña. No era el único. A su alrededor, diversos aldeanos se habían agenciado un periódico enrollado, una zapatilla...

E incluso una silla.
—Y... ¿Kota-san?

Aquello fue lo que Ayame atinó a decir una vez había descendido al mundo de los mortales.

— ¿Kota? Me llamo Yota

Sin embargo, carecíamos de tiempo para discutir aquella trivialidad. A nuestra posición, con el objetivo de neutralizar a Kumopansa como absoluta prioridad, se acercaban varios hombres. Uno de ellos con un bote relleno de insecticida, los demás lo hacían con distintos utensilios; desde un periódico enrollado, pasando por unas tijeras de cocina, y hasta incluso una silla. Era consciente de que no eran una gran amenaza, tan solo eran civiles y, con una posible ayuda de Ayame todo resultaría más sencillo, pero la pregunta era ¿aquello sería inteligente? Probablemente no.

— Eh, Yota, tío, haz algo. Nose saca u katana o frielos con tu chidori pero ¡no dejes que me maten joder!

— Cállate, estoy pensando — voltee el rostro, viendo que el arácnido había saltado de un brinco a mi espalda — Aunque si no te hubiera por hacer el idiota no estaríamos en esta situación

Solo se me ocurría algo sin que nadie saliese herido. Dirigí la mirada esta vez a Ayame.

— Me temo que vamos a tener hablar en otra ocasión. siento las molestias que te haya podido ocasionar Kumopansa

Seguía pendiente del avance de los matones de arañas, los cuales no cesaban en reducir la distancia.
—¿Kota? Me llamo Yota —la corrigió él.

—Ah, es c...

Pero no había tiempo para disculpas. Los parroquianos, armados con diferentes artilugios para acabar con la vida de la alimaña (a cada cual más excéntrico que el anterior) estaban cerrando círculos en torno a ellos cada vez más estrechos. Y tan estrechos, que a Ayame pronto le llegó el desagradable olor del alcohol exudado por el cuerpo de aquellas personas.

—Eh, Yota, tío, haz algo. Nose saca u katana o frielos con tu chidori pero ¡no dejes que me maten joder! —exclamaba la araña, encaramada a la espalda de el de Kusagakure, tan alarmada que se comía algunas letras al hablar.

—Cállate, estoy pensando —respondió el otro—. Aunque si no te hubiera por hacer el idiota no estaríamos en esta situación.

Ayame miraba a unos y a otros, indecisa y asustada. Lo último que deseaba era romper la paz de la taberna por un incidente de aquel calibre. Se ajustó la bandana en el cuello. Además...

—Me temo que vamos a tener hablar en otra ocasión —se excusó Yota—. Siento las molestias que te haya podido ocasionar Kumopansa.

—¡Esperad! ¡Esperad! —exclamó. En un abrir y cerrar de ojos, Ayame se había colocado entre los aldeanos y Yota con los brazos extendidos hacia ambos grupos. Los civiles, confundidos, pararon en seco mientras se dirigían miradas llenas de preguntas. Ayame respiró hondo y trató de inculcarle toda la autoridad que fue capaz de reunir a su voz. Que era más bien poca—. N... No es necesario todo esto. Yota-san y... Kumo... pansa, se irán fuera. Yo los acompañaré.

Como kunoichi de Amegakure, no podía permitir que se formaran discusiones de aquel calibre en pleno País de la Tormenta. Y mucho menos, si aquellas discusiones provenían de un shinobi de otra aldea como era Kusagakure. Algo así sólo podría traer más problemas.

—Más te vale, kunoichi. En esta taberna no se permite la entrada de animales, ¡y mucho menos de bichos asquerosos!

Ayame torció el gesto pero no dijo nada más. En su lugar se volvió hacia Yota, pidiéndole con la mirada que la acompañara al exterior.
Los borrachos siguieron estrechando las distancias, armados con sus peculiares utensilios además del famoso flusflus con el objetivo de exterminar a Kumopansa, mientras yo discutía con el arácnido en busca de una solución lo más pacífica posible. Pero resultaba complicado con esa cosa pegada a la espada sugiriéndome que usase mi fuerza bruta contra ellos. Pero era consciente de que aquello estaba mal, más aún lejos de nuestro país natal y, de hecho en el país de la tormenta, hogar de los amejin. Hogar de Aotsuki Ayame, la muchacha que conocí en el Valle de los Dojos y que yacía al lado, algo asustada.

—¡Esperad! ¡Esperad!

La kunoichi se interpuso mi posición y la de los potenciales agresores de arañas.

N... No es necesario todo esto. Yota-san y... Kumo... pansa, se irán fuera. Yo los acompañaré.

«Bueno, parece una solución»

—Más te vale, kunoichi. En esta taberna no se permite la entrada de animales, ¡y mucho menos de bichos asquerosos!

Si Kumopansa no estuviese muerto de miedo habría soltado un bufido, incluso yo, pero no estábamos en la mejor situación para corresponder aquel comentario tan grosero. Incluso contando con el aparente apoyo de Ayame. Así que seguimos a la amejin hasta la salida, de nuevo rumbo al frío y a la nieve.

— ¿Por qué? — pregunté sin rodeos, haciendo una clara alusión a su ayuda allí dentro — Quiero decir, te lo agradezco pero... ¿Por qué nos ayudaste?
Afortunadamente, la tensión de la situación fue desinflándose como un globo pinchado. Y tanto Yota como su extraña amiga acompañaron a Ayame al exterior de la posada bajo la aún cautelosa mirada de los aldeanos, que no bajaron sus armas hasta que no pusieron un pie fuera del local.

Una gélida ventisca nada más salir. Ayame, estremeciéndose bajo la fría noche de Yukio, se arrebujó en su gruesa capa de viaje. Incluso ella, aunque nativa de aquel país, se sorprendía del frío que podía hacer en aquella localidad incluso en primavera.

—¿Por qué? —preguntó Yota, llamando su atención. Ayame, con la mitad inferior del rostro tapada para protegerse la nariz, se volvió hacia su interlocutor con la confusión brillando en sus ojos castaños—. Quiero decir, te lo agradezco pero... ¿Por qué nos ayudaste?

Ella tardó algunos segundos en responderle.

—¿Por qué no? —rebatió, intentando hacerse entender por debajo de las prendas. Sus ojos viraron momentáneamente hacia la araña, pero esta, más que miedo, mostraban curiosidad—. Es tuya, ¿verdad? No iba a permitir que acabaran con ella. Y, entiéndelo, tampoco quería que causaras un conflicto ahí dentro en defensa propia. Como kunoichi de Amegakure me vería obligada a ponerme de parte de ellos para protegerlos. Después de todo estamos en el País de la Tormenta...
La nieve descendía sin pesar a un ritmo constante y daba la sensación de que aquella iba a ser la tónica de aquella noche. Daba su gélido abrazo a la espalda de Kumopansa, hecho que dibujaba un manto blanquecino sobre la piel azabache del animal. Por ello, trataba de buscar refugio en mi capucha, aunque nos ería capaz de encontrar el suficiente calor como para sentirse aliviada.

—¿Por qué no?

Lo cierto es que no sabía que responderle así que simplemente encogí mis hombros.

Es tuya, ¿verdad? No iba a permitir que acabaran con ella. Y, entiéndelo, tampoco quería que causaras un conflicto ahí dentro en defensa propia. Como kunoichi de Amegakure me vería obligada a ponerme de parte de ellos para protegerlos. Después de todo estamos en el País de la Tormenta...

— ¿Mía? Yo no diría tal cosa — dije sin negarlo. A pesar de todo era evidente que "era mía" — Kumopansa es el fruto de la búsqueda de poder. Desde que peleamos en el torneo de los Dojos vi que era muy débil y que debía poner remedio. Así que después de aquella misión de los hilos de chakra natural partí lejos de Kusagakure a un lugar especial para mi familia para fortalecerme. Creo que tu estuviste en esa misión, ¿No es así?

De mi bolsillo cogí al petaca de los caramelos y se lo mostré a la kunoichi después de abrirlo por si le apetecía uno, incluso haciendo un gesto con el rostro para que entendiese que le estaba ofreciendo uno.

— Digamos que Kumopansa para mí sería similar a lo que podría ser para ti Amedama Daruu; es decir, una compañera. Ella también sabe pelear. ¡Sería capaz de darles una paliza a esos borrachos! Es una buena ninja, una fiel compañera de aventuras, supongo que ya te has percatado de que no es una araña normal y corriente
—¿Mía? Yo no diría tal cosa —respondió, y Ayame ladeó la cabeza con cierta curiosidad. Los copos de nieve comenzaban a agolparse sobre su túnica, su cabeza y la punta de su nariz, ya de por sí roja por el frío—. Kumopansa es el fruto de la búsqueda de poder. Desde que peleamos en el torneo de los Dojos vi que era muy débil y que debía poner remedio.

«¿Débil? ¡Debes estar de broma!» Pensó ella en su fuero interno, y lo habría expresado en voz alta si no fuera por el reparo de no querer interrumpirle. Yota no se lo había puesto precisamente fácil en aquel combate, y sus técnicas de Raiton habían sido todo un obstáculo a sortear. No quería ni imaginar qué habría sido de ella si hubiese conseguido alcanzarla con ellas. ¿Cómo se podía llamar débil?

—Así que después de aquella misión de los hilos de chakra natural partí lejos de Kusagakure a un lugar especial para mi familia para fortalecerme. Creo que tu estuviste en esa misión, ¿No es así?

Ella asintió en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía los labios congelados.

Fue entonces cuando el de Kusagakure se llevó una mano al bolsillo. De él sacó una pequeña petaca y Ayame arrugó la nariz, asqueada. ¿Alcohol a su edad? O peor aún, ¿fumaba? Afortunadamente, no era ni una ni otra. Cuando Yota lo abrió dejó a la vista una serie de caramelos con palo y le ofreció uno.

—No, gracias, si cojo uno de esos se me va a quedar pegado a la lengua con este frío... —respondió ella, con una sonrisa apurada.

Aunque lo cierto era que, gran parte de aquella negativa, escondía apuro y cierto... miedo.

—Digamos que Kumopansa para mí sería similar a lo que podría ser para ti Amedama Daruu; es decir, una compañera.

Ella volvió a torcer la cabeza, con una ligera sonrisa.

«No creo que Kumopansa llegue a ser para ti lo que es Daruu para mí. Si no, me preocuparía bastante.» Pensó, divertida, pero aquello no lo expresó en voz alta.

—Ella también sabe pelear. ¡Sería capaz de darles una paliza a esos borrachos! Es una buena ninja, una fiel compañera de aventuras, supongo que ya te has percatado de que no es una araña normal y corriente.

—Es una invocación, ¿entonces? —replicó, contenta como si hubiese resuelto un acertijo—. Conozco a gente que sabe invocar animales y los utiliza como compañeros, aunque no sabía que también se podía hacer con arañas. Es un placer, Kumopansa-san.

Un nuevo viento gélido les sacudió, y Ayame volvió a encogerse sobre sí misma. Dentro, en la taberna, el alboroto había vuelto a su cauce normal, y Ayame añoró durante un breve instante el calor de su hoguera y su chocolate caliente.

—Creo... creo que deberíamos buscar algún refugio o terminaremos convertidos en muñecos de nieve aquí fuera —se atrevió a bromear, pero tenía las piernas tan rígidas que le costó ponerse siquiera en marcha y empezar a caminar—. ¿Cómo está Taeko-chan? ¿Se os hizo muy dura la misión del chakra natural?
—No, gracias, si cojo uno de esos se me va a quedar pegado a la lengua con este frío...

¿En serio no tenía una excusa mejor? En fin, ella se lo perdía. Yo tomé uno de los de fresa y me lo metí en la boca dejando sobresalir el palito de plástico por entre mis labios mientras aquel sabor me hacía olvidarme del frío por unos instantes.

—Es una invocación, ¿entonces? —replicó, contenta como si hubiese resuelto un acertijo—. Conozco a gente que sabe invocar animales y los utiliza como compañeros, aunque no sabía que también se podía hacer con arañas. Es un placer, Kumopansa-san.

— Las arañas son animales, ¿No? — respondí como si estuviese diciendo una obviedad. Bueno en realidad era una obviedad — Pero en efecto, Ayame-san. Kumopansa es mi compañera e hice un pacto de sangre con estos animales

—Creo... creo que deberíamos buscar algún refugio o terminaremos convertidos en muñecos de nieve aquí fuera —se atrevió a bromear, pero tenía las piernas tan rígidas que le costó ponerse siquiera en marcha y empezar a caminar—. ¿Cómo está Taeko-chan? ¿Se os hizo muy dura la misión del chakra natural?

— Joder, eso es lo más inteligente que habéis dicho en mucho rato. ¡Un minuto más y voy a acabar congelada!

— Si, vale, vale, ya lo sé. Busquemos algún lu..

No pude terminar lo que estaba por decir.

— ¡Ostras! — era una voz de una niña sin duda, resonaba dulce entre nuestros tímpanos — ¿Sois ninjas verdad? ¡Lleváis bandana!
—Joder, eso es lo más inteligente que habéis dicho en mucho rato —intervino la araña, ante la propuesta de Ayame de buscar un refugio en el que guarecerse del frío, y la muchacha no pudo evitar volver a sobresaltarse. Parecía que aún tardaría un poco en acostumbrarse a que un arácnido hablara...—. ¡Un minuto más y voy a acabar congelada!

—Si, vale, vale, ya lo sé. Busquemos algún lu.. —afirmó Yota, pero otra voz le interrumpió.

La aguda y dulce voz de una niña de cuya presencia no habían reparado hasta entonces.

—¡Ostras! ¿Sois ninjas verdad? ¡Lleváis bandana!

Ayame esbozó una sonrisa. Parecía que, bien a causa del frío o bien por la inesperada llegada de la chiquilla, la conversación alrededor de la misión de los hilos del chakra natural había quedado relegada a un segundo plano. Resignada, se agachó para quedar a la misma altura que la niña y removió su capa de viaje lo suficiente como para que quedara a la vista las cuatro líneas verticales que cruzaban el metal de su bandana en el emblemático símbolo de Amegakure.

—Así es, yo soy una kunoichi de Amegakure, y mi compañero es un shinobi de Kusagakure —respondió, gentil. Entonces ladeó ligeramente la cabeza—. ¿No deberías estar en casa? Hace mucho frío y es muy tarde ya para que una niña vaya por ahí sola.
Aquella voz angelical llamó por completo la atención de ambos. Al girarnos vimos a una niñita cubierta de arriba a abajo por un abrigo-parca azul celeste que, gracias a su capucha, cubría su cabecita y se dejaba entrever como una bufanda se enroscaba en su cuello. En sus cuencas oculares se depositaban dos lunas llenas bañadas de un rojo brillante como la sangre.

—Así es, yo soy una kunoichi de Amegakure, y mi compañero es un shinobi de Kusagakure —respondió, gentil. Entonces ladeó ligeramente la cabeza—. ¿No deberías estar en casa? Hace mucho frío y es muy tarde ya para que una niña vaya por ahí sola.

— ¡Ya lo sé! No me riñas... — replicó la muchachita por lo bajo ante las palabras de la amejin — ¡Ya sé! Por qué no veniis a casa?

— Yo... esto...

— ¡Sí, sí, sí, por favor! Suena genial, ¿A que si, chicos?

Kumopansa no pudo retener su gran objetivo aquella noche, refugiarse de aquel frío.

— ¡Ay, qué mona! Venga, que hay sitio para los 3 — exclamó la niña al ver los 8 orbes rojos de la araña al sobresalir de mi capucha.

Me encogí de hombros, repleto de dudas, ¿Debíamos hacer aquello?


— Yo.... Bueno, ¿Qué dices, Ayame?

La pelota estaba ahora en el tejado de Aotsuki Ayame. Lo mismo hasta pasábamos un buen rato en la casa de aquella adorable niña.
—¡Ya lo sé! No me riñas... —replicó la chiquilla por lo bajo, pero el enfurruñamiento inicial cedió el paso a una súbita emoción—. ¡Ya sé! Por qué no veniis a casa?

—¿¡Qué!? —exclamó Ayame, reincorporándose de golpe.

—Yo... esto... —balbuceó Yota.

—¡Sí, sí, sí, por favor! Suena genial, ¿A que si, chicos? —culminó la araña.

—¡Ay, qué mona! Venga, que hay sitio para los tres —exclamó la niña, muerta de alegría.

Y durante un instante Ayame no pudo evitar sentirse extrañada de que la niña, no sólo no temiera a un bicho tan grande como una mano como era Kumopansa, sino que ni siquiera mostrara ningún tipo de sorpresa ante el hecho de que hablara.

—Yo.... Bueno, ¿Qué dices, Ayame? —preguntó Yota, dirigiéndose directamente a ella.

Y Ayame, que se había visto sorprendida por la súbita invitación, sacudió la cabeza.

—E... ¡Espera, espera! —musitó agitando las manos en el aire—. Ahora mismo somos unos desconocidos. No podemos llegar a tu casa así sin más, tus papás se molestarán —argumentó, apurada.

Desde luego, la promesa de una habitación caliente era más que tentadora. Sobre todo mientras estaban sufriendo aquel frío invernal que estaba comenzando a congelarse las orejas, la punta de la nariz y los dedos; pero había demasiados condicionantes en contra. Y todos ellos tenían que ver con el temor a lo desconocido. Los padres de aquella niña debían de haberla educado para que no hablara con extraños, y mucho menos que los invitara a su casa. Todo lo repentino de la situación era demasiado extraño, y había despertado todas sus alarmas.
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