21/12/2018, 23:25
La habitación de Uchiha Datsue —descrita ya en numerosas historias— era pequeña, y aún así estaba repleta de detallitos.
Sus paredes eran de un gris muy claro, casi blanco, combinado con un azul turquesa en el par de columnas situadas en las esquinas. Un cuadro enorme estaba colocado encima del cabezal de la cama. Un cuadro con un árbol dibujado en él, de manera algo abstracta, de grandes y profundas raíces que se sumergían bajo lo que parecía ser un río.
En frente de la cama, un escritorio, con numerosos folios y pergaminos desperdigados sobre él, entre los que se encontraba una carta. Una carta de Aiko dirigido a él. Por encima, en la pared, un tablón de corcho con un montón de pósits de diferentes colores anclados con un alfiler. También había dos boletos de la lotería con el número “89034” y “30034”. Pero, entre todo aquel caos, lo que más llamaba la atención en aquel corcho era un simple papel. Una hoja de libreta, sin valor alguno aparentemente, pero que por alguna razón estaba colocado en el centro, a cierta distancia del resto. Y por eso destacaba. En él, un dibujo a lápiz de un Nekomusume, un espíritu mujer-gato de colores azules, claros y oscuros, rodeada en llamas doradas.
Finalmente, la mesita de noche. Había un pequeño cuadro con la fotografía de Eri, Nabi y Datsue. Los intrépidos. Y otro, de color rojo y circular, en forma de espiral, con una fotografía de Akame y Datsue. Los Hermanos del Desierto.
Datsue había estado contemplando aquella última fotografía durante una hora, recordando cómo y cuándo se la habían tomado —había sido al día siguiente de su ascenso a Jōnin, aquella época en el que el mundo parecía sonreírles—. Recordando las anécdotas que había tras ella. Recordando las risas, la resaca por el día anterior y el punto de embriaguez que todavía tenían.
Se había preguntado si algún día podrían repetirla, y fue en ese momento cuando su pecho, por así decirlo, se desgarró en un interminable sollozo.
Pero eso quedaba atrás. Ahora Datsue, abrazándose las rodillas, se dejaba seducir por Morfeo. Su ángel de la guarda le esperaba, ansioso, por recibirle entre los brazos como cada noche. Aquel día tenía mucho trabajo que hacer. Aquel día tenía muchas imágenes que mostrarle. Aquel día…
… iba a ser un festín para el bueno de Shukaku.
Sus paredes eran de un gris muy claro, casi blanco, combinado con un azul turquesa en el par de columnas situadas en las esquinas. Un cuadro enorme estaba colocado encima del cabezal de la cama. Un cuadro con un árbol dibujado en él, de manera algo abstracta, de grandes y profundas raíces que se sumergían bajo lo que parecía ser un río.
En frente de la cama, un escritorio, con numerosos folios y pergaminos desperdigados sobre él, entre los que se encontraba una carta. Una carta de Aiko dirigido a él. Por encima, en la pared, un tablón de corcho con un montón de pósits de diferentes colores anclados con un alfiler. También había dos boletos de la lotería con el número “89034” y “30034”. Pero, entre todo aquel caos, lo que más llamaba la atención en aquel corcho era un simple papel. Una hoja de libreta, sin valor alguno aparentemente, pero que por alguna razón estaba colocado en el centro, a cierta distancia del resto. Y por eso destacaba. En él, un dibujo a lápiz de un Nekomusume, un espíritu mujer-gato de colores azules, claros y oscuros, rodeada en llamas doradas.
Finalmente, la mesita de noche. Había un pequeño cuadro con la fotografía de Eri, Nabi y Datsue. Los intrépidos. Y otro, de color rojo y circular, en forma de espiral, con una fotografía de Akame y Datsue. Los Hermanos del Desierto.
Datsue había estado contemplando aquella última fotografía durante una hora, recordando cómo y cuándo se la habían tomado —había sido al día siguiente de su ascenso a Jōnin, aquella época en el que el mundo parecía sonreírles—. Recordando las anécdotas que había tras ella. Recordando las risas, la resaca por el día anterior y el punto de embriaguez que todavía tenían.
Se había preguntado si algún día podrían repetirla, y fue en ese momento cuando su pecho, por así decirlo, se desgarró en un interminable sollozo.
Pero eso quedaba atrás. Ahora Datsue, abrazándose las rodillas, se dejaba seducir por Morfeo. Su ángel de la guarda le esperaba, ansioso, por recibirle entre los brazos como cada noche. Aquel día tenía mucho trabajo que hacer. Aquel día tenía muchas imágenes que mostrarle. Aquel día…
… iba a ser un festín para el bueno de Shukaku.