Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
En cuanto Kojuro Shinzo añadió a su peculiar petición otro maletín repleto de billetes verdes, Akame supo que el destino de aquel que se hacía llamar El Centinela estaba sellado. Si por él fuese, jamás habría aceptado dinero por un trabajo; no así, no de aquella forma, no en ese momento y lugar. Pero su compadre Datsue entendía mucho menos de formalidades y era, en cierto sentido, más pragmático que él. Nada más ver aquella auténtica barbaridad de dinero contante y sonante a su alcance, el Uchiha ni siquiera se lo pensó dos veces.
Realizó un sello, y una característica ristra de hexagramas pobló la piel del Centinela, añadiendo una capa más a su prisión. Akame bajó la cabeza y contuvo un bufido molesto. Todo aquello le daba demasiada mala espina.
—¿Entregarlo a los guardias? —masculló—. Para eso, mejor deberíamos matarlo directamente.
«Este tipo es demasiado fuerte. En cuanto se libere, podrá fumarse a una docena de soldados él sólo si quiere. Incluso aunque sus espadas todavía están tiradas en aquel callejón...»
El nuevo giro de acontecimientos añadía una nueva preocupación para Akame. Él ya daba por hecho que el Centinela quedaría libre, y había visto sus caras. Le habían engañado, le habían traicionado y ahora entregado a las autoridades —con las que, por otro lado, parecía llevarse bastante bien—.
—Esto es una mala idea —musitó otra vez Akame.
Sea como fuere, en cuanto Datsue cogiese el maletín, su Hermano le apremiaría a marcharse. Ya habían corrido suficientes riesgos en aquella ciudad, y la deuda con el Hierro estaba saldada.
Y como si la superioridad sobre aquel hombre no pudiera ser más exagerada, Datsue activó una de sus comodines; que impidió que aquel hombre se librara. Aquella intrincada secuencia de marcas que invadió su cuerpo le paralizó en súbito y frenó su escalada de ira. Shinzo, que aún no podía creer la facilidad con la que aquel par de muchachos —porque eso eran, unos críos— se habían apañado para lograr tal proeza, entendió que Datsue había elegido el dinero con tal facilidad que aquella debía ser, entre todas sus cualidades, una debilidad fácil de explotar.
—Toma —cerró súbitamente el maletín, y se levantó del suelo—. escúchame, muchacho. Desconozco quién te ha contratado, entenderás que hoy por hoy debo a mucha gente... pero sea quién sea, hazle saber que no ha sido mi intención. Me retribuiré lo mejor que pueda.
Subió la mirada y vio un par de luces rebatirse en la oscura noche. Al parecer, la guardia comenzaba a peinar aquella zona.
—¿Entonces no podrá moverse en cinco minutos? Humpf —dijo, meditabundo—. bien, por todo el alboroto que habéis causado, es normal que Tanzaku se pregunte quién está detrás de todo ésto. Sé que fuisteis vosotros los que han paralizado al ayudante del Alcalde y se lo habéis puesto en bandeja a Toeru. Quien por cierto, hoy por hoy es vuestro peor enemigo. Sacando al Centinela del juego, él es lo que más me preocupa de todo este embrollo. Así que... dado que pocos hemos visto vuestros rostros, abogaré por ustedes y aludiré a que os he contratado como shinobi para sacarme de este tugurio. Así nadie les buscará. Ahora, es probable que Toeru no se quede de brazos cruzados y use a sus propios matones para encontrarles. Así que no tienen mucho tiempo para salir de aquí.
»Los retrasaré lo mejor que pueda, pero salgan de Tanzaku y no volváis en un muy largo tiempo. Usaré la poca influencia que me queda en que éste hombre vea calabozo de por vida. Será mi forma de retribuir el esfuerzo.
Se dio vuelta y por primera vez en meses, confrontaba al Centinela frente a frente. Ahí detrás, Shinzo sonrió. Ahora volvía a ser libre.
En cuanto a Datsue y Akame, ahora tenían el dilema de abandonar Tanzaku cuanto antes. Quedando por decidir si abandonar a Meiharu y a Shinjaka a su merced, o...
Después de todo, ya tenían el dinero. ¿Serían tan descorazonados de?
El mayor de los Uchiha observó el intercambio sin perder detalle alguno con ayuda de su Sharingan. Sus ojos rojos como la sangre escudriñaban no sólo a Shinzo y el maletín, sino también de tanto en tanto al Centinela y al otro extremo del callejón. Todo era demasiado arriesgado, demasiado peligroso... Y aun así parecía que habían tenido éxito.
Sin embargo, como shinobi que era, Akame no quería cantar victoria antes de tiempo. Cuando su compadre Datsue tomara aquel maletín y Shinzo les hiciera una última advertencia y agradecimiento, el Uchiha le respondería con unas palabras secas.
—Por tu propio bien espero que tengas razón. Si este tipo llega a liberarse antes de estar bajo custodia... Creo que puedes imaginarte el resto.
Así pues, Akame simplemente formó un sello con su mano derecha y desapareció de la vista de todos.
Reaparecería sobre el tejado de un edificio contiguo al Callejón de las Ánimas, esperando a que Datsue hiciera lo mismo. Si tenían que salir de Tanzaku Gai esquivando a los guardias, hacerlo por los tejados era la ruta más directa.
Datsue escuchó con atención lo que Shinzo tenía que decirle. Estaba claro que se habían ganado un enemigo con todo aquello: el Centinela. Pero, si Shinzo cumplía su parte y no la cagaba, era alguien de quien no tendrían que preocuparse. Por muy peligroso que sea un perro, no representa ningún tipo de amenaza encadenado y con bozal. Eso era lo que le iba a pasar a aquel hombre.
No obstante, había un segundo enemigo del que tendrían que andarse con ojo a partir de entonces. Alguien a quien Datsue ya casi había olvidado, pero que bien haría en no hacerlo desde aquel momento. Toeru, el hombre que tan interesado estaba en los negocios del Centinela, dueño del Molino Rojo.
—Eres un buen hombre, Shinzo —dijo, ya con los maletínes en ambas manos—. Ha sido un placer hacer negocios contigo. Hasta nunca, pues.
—Por tu propio bien espero que tengas razón. Si este tipo llega a liberarse antes de estar bajo custodia... Creo que puedes imaginarte el resto.
—Vamos, vamos, ¡no me seas aguafiestas! —exclamó, quitándole importancia—. ¿Sabes la de cosas que podremos comprarnos con esto? —Datsue ya estaba vislumbrando su velero, con él al timón y tan solo el mar como horizonte—. Oye, no me seas vago, coge un maletín —dijo, lanzándole uno.
Acto seguido, siguió a Akame hasta la seguridad que brindaban los tejados. Una vez allí, dos sombras en la penumbra emprenderían una frenética huida en las alturas. ¿Shinjaka? Un buen hombre. Sabría arreglárselas por sí mismo. ¿Meiharu? Una chica preciosa, pero no más preciosa que el fajo de billetes que tenía entre manos.
No podía arriesgar.
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La vida de un shinobi siempre tiene momentos de inflexión donde una simple decisión puede cambiar el curso de toda una historia. En la de aquella, la de dos ninja que ciegamente se habían embarcado en una titanica aventura dentro de la apasionante capital de Tanzaku Gai, en la ímpera búsqueda de saldar una deuda marcada a sangre y fuego, ese preciso instante en el que Datsue y Akame se vieron mutuamente en una huida circunstancial representaba ese punto de no retorno. El tan ansiado final de su travesía, cumpliendo con los designios del Estandarte del Hierro.
Con el encargo cumplido y la necesidad de completarlo al abandonar la ciudad, ambos shinobi transitaron los tejados salvaguardados por la oscura y fría noche, que lúgubre, les sirvió de coartada para dejar atrás a una hermosa ciudad cuyos misterios, y sólo algunos, habían sido descubiertos.
Pero algún día iban a volver. Y Tanzaku les recibiría, como lo hacía con todos, con los brazos abiertos.
. . .
¡Clank, clank, clank!
El sonido amortizado de las fraguas batiéndose con el hierro caliente y fundido se adueñaba de aquel pueblo artesanal. Los artesanos acariciaban fuertemente los metales para darle sus formas ancestrales y convertirlas en sendas armas, dignas de armamentarios como ellos. El olor a sudor y humo de las forjas inundaban el lugar y el bullicio de un pueblo ajetreado les dio finalmente la bienvenida.
Datsue conocía aquella ciudad muy bien. Akame, quizás, también.
Finalmente, después de un largo día de viaje; se encontraban en los Herreros.
Datsue caminaba con la mirada altiva de un rey, la sonrisa altanera de un príncipe y el paso de alguien que se cree invencible. En su hombro derecho, donde la Marca del Hierro adornaba su piel, portaba el primer maletín que les había dado Shinzo. Sellado. En su corazón, donde guardaba lo que más amaba, el segundo maletín. Aquel que les habían ofrecido por vender a un hombre. También sellado.
—Estamos cerca —dijo a su compadre, inspirando profundamente como si estuviese respirando aire puro y no humo.
Se detuvo en un cruce, y se demoró unos momentos en decidir si era a la izquierda o a la derecha. Eligió la segunda opción, y minutos más tarde no le quedó más remedio que reconocer su error y desandar lo recorrido. El camino correcto era el de la izquierda.
Minutos más tarde, la sonrisa de Uchiha Datsue se ensanchó de oreja a oreja.
—Ah, ¡ahí está! ¡Ahí está! —exclamó, sin poder contener su alegría—. La fragua de Soroku. ¡Tiene que ser esa!
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Al contrario que Datsue, la figura que caminaba a su lado no lo hacía con seguridad ni convicción, sino con cautela y mirando de tanto en tanto por encima del hombro. Pese a que los Hermanos del Desierto habían dejado atrás Tanzaku Gai hacía un par de días, Akame no quería relajarse; no podía relajarse. Tenía la inquetante certeza de que con sus acciones en la capital ambos se habían granjeado poderosos enemigos, y estaba por comprobar si sus garras llegarían hasta Uzu no Kuni.
Eran ninjas, sí. Pero precisamente por eso, el mayor de los Uchiha sabía lo fácil que era apuñalar a alguien mientras dormía. O envenenar su comida. Cuando al final Datsue reconoció el taller del tal Soroku —el causante de todos aquellos enredos—, Akame no pudo contener un suspiro de alivio.
—Por los cuernos de Susanoo, acabemos con esto de una vez —masculló.
Aquel encargo había durado más de lo que Akame pensara en un principio, y también había sido más peligroso y más difícil. Pese a que habían salido victoriosos de forma intachable, sometiendo sin piedad a sus enemigos, el Uchiha ya deseaba volver a Uzushiogakure.
Así, siguió a su compadre hasta adentrarse en la fragua del herrero con el que Datsue había contraído aquella deuda. Dispuesto a pagarla.
El mismo cubil en el que descubrió las leyendas tras el Los Señores del Hierro, de las costumbres más ortodoxas con las que se guiaban los Herreros y de los pactos que mantenían el negocio de las armas en un constante equilibrio. Un equilibrio que una vez Datsue quiso romper con sus ideas innovadoras, las cuales sólo podría ver realizadas si pagaba cierto favor.
Y en su corazón llevaba ese pago. Porque ahí residía siempre lo que más se añoraba.
—Sakamoto Datsue, ¿acaso eres tú? —dijo Runoara Soroku, inconfundible con aquella calvicie suya y la quemadura, además, que le abrazaba medio rostro—. hubo un tiempo en el que pensé que habrías olvidado tu marca, aunque has vuelto finalmente. Eso quiere decir... ¿que has saldado el favor? ¿has conseguido lo que te pedí?
Miró a Akame. Luego a Datsue, y a su sonrisa. Luego vio a ambos costados de los shinobi, donde no había sino aire vacío.
Luego a Datsue, de nuevo.
—¿A qué costo? —indagó, parsimonioso. Con aquella pasividad que le caracterizaba, con una profunda modulación de las palabras y un porte que, a diferencia del Centinela, no era amenazante sino que infundía respeto. Un hombre conocedor del mundo en general y más aún del hierro que inundaba cada rincón de Oonindo, y que protagonizaba infinidades de enfrentamientos. Sus hijos nacían para enfrentarse, como aquella historia arcaica que aludía al inicio del mundo ninja. O incluso también al mismísimo clan Uchiha.
—El mismo —dijo con una sonrisita nerviosa, evitando mirar a su Hermano. En el pasado, tenía la extraña costumbre de hacerse pasar por un Sakamoto para mantener en cierta parte su anonimato. Era algo que Akame ya conocía, pues incluso en la aventura que habían compartido en Yamiria junto a Aiko se había dado a conocer así. No obstante, con la muerte de Koko… había mierda que era mejor no remover—. Aunque mis amigos me conocen como… Bah, no importa —hizo un ademán, como quitándole importancia. Imaginaba que Akame estaría hasta los mismísimos de oírle siempre su frasecilla del intrépido.
Tras su momentánea interrupción, Soroku continuó hablando. Intuía que Datsue había saldado la deuda, e intuía bien. El Uchiha cerró los ojos y alzó mucho las cejas, mientras asentía, en un gesto presumido, como si quisiese decir: «¿acaso lo dudabas?»
—¿A qué costo?
—Al más alto —replicó, melodramático—. Mi compañero y yo nos hemos granjeado un poderoso enemigo. Toeru, dueño del Molino Rojo. Un hombre de negocios que tenía ciertos intereses en cierta persona que tuvimos que quitar de en medio para poder cobrar la deuda. Y, lo que es todavía peor —en realidad no era lo peor—, tuvimos que abandonar a su suerte a su aprendiz, Shinjaka. Fue herido de gravedad y le dejamos en manos de una amiga suya y una curandera, pero no pudimos volver a por él. La guardia estaba por todas partes, buscándonos. Hubiese sido contraproducente —se excusó—. Ah, y esa persona que tuvimos que quitar de en medio. Se hace llamar el Centinela. Usted…
»Usted le conoce —le reveló—. Seguramente hasta más de lo que querría —se atrevió a decir.
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Ajeno a toda la parafernalia que rodeaba a la Marca del Hierro y a sus Señores, Akame se mantuvo en un discreto segundo plano. Datsue le había contado lo suficiente sobre todo aquello como para sembrar la cautela en él; el Uchiha no quería que una palabra mal dicha o una frase de más supusiera arruinar lo que tanto trabajo y riesgo les había costado conseguir. Una deuda saldada.
Así, el mayor de los Uchiha dejó que su compadre y Hermano le diera al tal Soroku las buenas nuevas. Cuando estuvo ante el herrero, Akame no pudo evitar sentir un escalofrío que le recorrió la espalda. Incluso aunque ya conocía su imagen —a través del Henge no Jutsu de Datsue—, en persona aquel tipo imponía más de lo que se había esperado. «Empiezo a entender por qué este tío y el Centinela son viejos enemigos... Parecen dos caras de la misma moneda».
Akame tampoco dijo palabra cuando su compadre mencionó que, básicamente, habían abandonado a su suerte a Shinjaka. Aquel tipejo presuntuoso nunca le había gustado; siempre pavoneándose, siempre hablando como si supiera más que los demás. "No podemos volver a por Datsue, la misión es más importante", había dicho Shinjaka cuando creyeron que al joven genin le habían descubierto en el Molino Rojo.
—Al más alto —replicó Uchiha Datsue, con altanería. Sin siquiera permitirse mostrar al herrero una pizca de remordimiento, o de al menos fingirlo. Y es que: ¿por qué tendría que hacerlo ya llegado a ese punto? era una pérdida de tiempo, y quizás, un insulto para con Soroku—. Mi compañero y yo nos hemos granjeado un poderoso enemigo. Toeru, dueño del Molino Rojo. Un hombre de negocios que tenía ciertos intereses en cierta persona que tuvimos que quitar de en medio para poder cobrar la deuda. Y, lo que es todavía peor, tuvimos que abandonar a su suerte a su aprendiz, Shinjaka. Fue herido de gravedad y le dejamos en manos de una amiga suya y una curandera, pero no pudimos volver a por él. La guardia estaba por todas partes, buscándonos. Hubiese sido contraproducente.
El herrero se mantuvo dubitativo, sin reaccionar a la detallada información que le suministraba Datsue. Torció el gesto en cuanto el intrépido se tomó la libertad de discernir qué era o no contraproducente en aquella travesía, cuando el quid que giraba en torno al encargo partía directamente de Soroku. No necesitaba que le dijesen que volver a por Shinjaka, dadas las circunstancias, pondría en peligro el encargo. Le miró con austeridad y cruzó las piernas, tras un suspiro.
»Ah, y esa persona que tuvimos que quitar de en medio. Se hace llamar el Centinela. Usted…
—El Centinela, una llama que creí haber extinguido con mis propias manos. Un antiguo miembro del Estandarte que fue expulsado de Los Herreros por vida por atentar contra las leyes de los Señores del Hierro. Y mi hermano, también —comentó con desdén, asumiendo que era un detalle sin importancia—. siempre creí que tras la deuda de Shinzo habían intereses ajenos, pero nunca pensé que...
Se levantó de un sopetón, mientras se sobaba la mitad del rostro. Le empezaba a arder.
—Respecto a Shinjaka-kun, él era plenamente consciente de los riesgos que conllevaba asumir un cuadro de éste tablero tal y cómo debías serlo tú. Él habría querido continuar con la misión de haber sido vosotros los que hubierais caído, así que no esperamos lo contrario. Además, sois ninja. Tenéis intereses que proteger. Aunque —comenzó a rebatirse entre una pila de pergaminos—. yo también tengo los míos.
»Saldemos tu marca, Datsue; y cerremos éste fructífero negocio de una vez por todas y pide tu recompensa.
Datsue sintió aquel ciclo cerrándose. Todo había empezado con un hierro candente marcándole la piel. Ahora concluía en el mismo sitio, donde todo había dado inicio.
Akame se mantuvo en silencio, como había estado haciendo desde que ingresase en la fragua de Soroku, mientras el maestro herrero le relataba a Datsue —él mismo parecía estar allí como una parte más del mobiliario, junto a armas, hierro y acero— los pormenores del pasado que el Centinela y él compartían. «Así que en efecto, eran parientes... Y hermanos, nada menos»; Akame había tenido sus sospechas desde el primer momento, y la confirmación no le sorprendió. El odio que parecía profesar el Centinela hacia Soroku era de ese tipo que sólo se podía sentir contra alguien a quien habías amado profundamente.
Sea como fuere, parecía que efectivamente habían llegado al final de aquel camino no exento de peligros. Akame simplemente esperó con la paciencia de un ninja a que el trato terminara de cerrarse oficialmente.
Datsue esbozó una leve sonrisa. El Centinela había sido expulsado por haber atentado contra las leyes de los Señores del Hierro. Así lo decía su propio hermano, quien lo criticaba con desdén. Pero, ¿acaso lo que le había prometido él no iba también en contra de aquellas leyes? Exclusividad temporal para sus armas, a un coste ligeramente inferior que el resto. Ese había sido el precio de su Marca.
«Espero que ahora no me venga con excusas…»
Fuese como fuese aquel negocio, aquella aventura había sido fructífera para él. Se había ganado una generosa ofrenda por parte de Shinzo, una suma de dinero con la que, meses atrás, ni habría soñado de acumular. ¿Qué debería hacer con ella? ¿Invertir en el negocio? ¿Saciar de una vez su ansiado capricho? La idea de hacerse con un velero llevaba rondándole desde hacía años. Quizá ya era hora de hacerlo realidad.
—Saldemos tu marca, Datsue; y cerremos éste fructífero negocio de una vez por todas y pide tu recompensa.
Datsue asintió. Se llevó una mano al hombro —allí donde portaba la Marca del Hierro—, y tras concentrarse un instante extrajo de él un maletín. Lo dejó sobre la mesa, le quitó el seguro y lo abrió.
—Marca saldada —dijo, solemne. Pero todavía no había terminado. Todavía quedaba algo, una promesa intranscendente, pero promesa al fin y al cabo. Se llevó una mano a la nuca y extrajo un calendario. Lo dejó también sobre la mesa—. Promesa saldada.
Una promesa hecha tiempo atrás, que ahora quedaba también pagada.
—¿Procedemos con mi recompensa? —preguntó, listo ya para sacar todos los diseños que había estado preparando hasta el momento.
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5/05/2018, 17:28 (Última modificación: 5/05/2018, 17:30 por Umikiba Kaido.)
Runoara Soroku se acercó parsimonioso hasta los linderos del maletín, vislumbrando el pago de la Marca del Hierro. Pero a diferencia de Datsue —cuyo semblante no transmitía sino ambición por sobre todas las cosas— al Herrero aquello le pareció un ínfimo detalle, que para nada enaltecía su codicia.
Contó los billetes, paca por paca, y una vez concluyó; cerró el maletín, a su vez que cerraba aquel acuerdo.
—Los Señores del Hierro dan su beneplácito. Te has ganado el favor de esta forja, y de las manos que la utilizan. Así pues, ganas la exclusividad de las armas que aquí toman vida durante tres meses, así como también de aquellas que surjan directamente de tus invenciones. Pasado los tres meses, la producción continúa a cargo de ésta casa aunque tu nombre quede grabado en ellas. Tal como lo habías solicitado antes de recibir la Marca.
»Lo único sostenible en el tiempo son los precios hechos a medida de tu pago. Cincuenta porciento menos en todo lo que compres aquí, y sólo aquí. Lo que también te coloca en un interesante predicamento, porque ésto sólo será posible si aceptas adquirir tus utensilios conmigo y no así otro herrero. Y el acuerdo no es transferible, por si te quedaba alguna duda.
Tomó el maletín y lo arrojó hasta un compartimiento aledaño, mientras aguardaba la reacción de los dos ninja presentes. Era sabedor de que Akame no era sino una extensión del propio Datsue, así que sólo tendría que preocuparse por lo que dijese el primero de los Uchiha.
El Uchiha tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no ponerse a dar saltitos de alegría de la emoción que le desbordaba. Lo había hecho. Lo había conseguido. Su sueño, a un paso de hacerse realidad.
No solo era oficialmente rico —gracias al maletín de Shinzo—, sino que también contaba con la posibilidad de explotar un negocio próspero y fructífero. Exclusividad de las armas de aquella forja, además de sus propias invenciones —que esperaba causasen furor—, durante tres meses. Más que suficiente para hacerse un nombre en el mercado. Todo ello acompañado de su firma: el Intrépido, que ahora iría grabado en todos y cada uno de los aceros que saliesen hacia su tienda. Aquel detalle sutil, que bien podía parecer una de tantas de sus egocentricidades, era en realidad sumamente importante. Con ello, la gente asociaría las nuevas invenciones a su firma. Cuando perdiese la exclusividad temporal, y el resto de tiendas vendiese sus armas, a ojos del gran público tan solo serían meras copias. Burdas imitaciones. Falsificaciones. Quizá tuviesen la misma calidad. Quizá hasta le superasen. Pero él seguiría siendo el original.
¿Y quién prefiere la imitación a la marca auténtica? «Nadie, joder, nadie. Todos quieren que se vea bien en grande el cocodrilo de su jersey», se dijo, pensando en una conocida marca de ropa. «Y aun por encima con descuento de un cincuenta por ciento. Joder, ¡esto ha sido el negocio del siglo!»
—Aquí le dejo mis últimos diseños —dijo, con la voz crispada por la emoción y los ojos humedecidos.
Un, dos, tres, cuatro y hasta cinco pergaminos que sacó de los bolsillos internos de su camisa, dejándolos sobre la mesa. En ellos, aparecían sus armas revolucionarias. Seguramente no lo fuesen tanto, pero el Uchiha estaba orgulloso de ellas.
La primera de ellas se llamaba urumi. En realidad, no había sido invención suya. La había visto en un pequeño museo del País del Viento, en su viaje de vuelta junto a Aiko tras su peligrosa aventura. Era un arma antigua, olvidada en el tiempo, pero que Datsue creía tenía posibilidades de ser explotada por los ninjas. Una especie de látigo de acero, que al mismo tiempo que podía apresar una extremidad, le producía cortes. En su versión más complicada, de la empuñadura no surgía un filo, sino hasta cuatro. Toda una rareza que el Uchiha se moría de ganas por probar.
La segunda, un diseño que el Uchiha ya se había atrevido a hacer y hasta puesto en práctica, aunque en sus manos tan solo se trataba de un mero prototipo. Una bomba de aceite, con uso parecido a una bomba explosiva, pero que en su lugar salpica a todo aquél que estuviese cerca de un aceite altamente inflamable.
La tercera era parecida a la segunda. Una bomba, también, pero cuyo aceite viscoso limitaría los movimientos de todo aquel que se viese impregnado en él.
La cuarta, un escudo retráctil, con complejas fórmulas de sellado diseñadas por él mismo para su correcto funcionamiento. De primeras, un simple brazalete con una pequeña circunferencia de acero. Al activarse, un escudo lo suficientemente ancho y resistente como para proteger al usuario de otros aceros, golpes físicos e incluso algún ninjutsu menor.
La quinta… La quinta era la mejor, y de la que más orgulloso estaba. Y como todo lo bueno, era un secreto. Un secreto que ni había revelado a Akame, ni haría, hasta que la viese con sus propios ojos completada con éxito.
—Usted es el hombre más versado en esto de todo Oonindo. Dígame su más sincera opinión, sin escrúpulos: ¿las cree viables? ¿Piensa que tendrán éxito?
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