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CRRRIEEEEEK. La puerta volvió a abrirse, con su chirrido habitual. Bueno, no era su chirrido habitual. Era mucho más... estridente. BAM. El acero tosió e hizo vibrar los barrotes de las escasas celdas del calabozo de la Torre de la Arashikage. Tud, tud, tud. Pasos firmes, decididos, casi enfadados.
La sombra de un águila envolvió a Kokuo en la oscuridad.
—Tú —ladró Aotsuki Zetsuo, mirándola con desprecio desde la seguridad de las alturas, con los brazos detrás de la espalda—. Quiero hablar con mi hija. Vamos, cambia.
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Un estridente chirrido hizo que Kokuō esbozara una mueca. La puerta del calabozo se cerró con un portazo que reverberó en todos y cada uno de los barrotes de la celda. Y entonces escuchó los pasos. No eran los pasos ligeros de Daruu, no eran los apenas audibles pasos de Kōri, eran pasos marcados, firmes, casi enfadados. Kokuō no conocía aquellos pasos, pero sintió la expectación de Ayame como si fuera propia.
Y entonces llegó hasta ella. Una figura que se recortaba contra la luz, imponente como la de un águila con las águilas extendidas sobre un pequeño ratón.
—Tú —ladró Aotsuki Zetsuo, mirándola con venenoso desprecio, con los brazos detrás de la espalda—. Quiero hablar con mi hija. Vamos, cambia.
Pero Aotsuki Zetsuo no estaba tratando con un ratón. Estaba tratando con una reina.
Kokuō entrecerró sus brillantes ojos turquesas y se incorporó de la cama donde había estado sentada hasta el momento, como todos los días. Se acercó con pasos calmados a los barrotes y entonces alzó la barbilla hacia él.
—Se le han olvidado las palabras mágicas —le espetó, con el mismo desprecio.
«¡Kokuō...!»
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—Ah, sí, claro. Lo siento, qué desconsiderado por mi parte —se relamió Zetsuo, saboreando cada sílaba—. Deja que lo vuelva a intentar.
Zetsuo se aclaró la garganta. Se inclinó un poco hacia adelante y esbozó una tenue, pero cruel sonrisa.
—Vamos, cambia. Puto monstruo parásito.
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—Ah, sí, claro. Lo siento, qué desconsiderado por mi parte —se relamió Zetsuo, saboreando cada sílaba—. Deja que lo vuelva a intentar.
Kokuō alzó una ceja con escepticismo. Conocía a aquel orgulloso hombre, mucho más de lo que él la conocía a ella. Y quizás por eso ni siquiera le sorprendió la respuesta que le dio tras aclararse la garganta e inclinarse hacia ella:
—Vamos, cambia. Puto monstruo parásito —dijo, con una cruel sonrisa curvando sus labios.
Y Kokuō, lejos de demostrar aquella rabia que incendiaba sus entrañas, se acercó aún más a él. Todo lo que aquellos molestos barrotes le permitían. Al contrario que su hija, no le tenía ningún miedo a aquel despreciable humano, y hacía todo lo posible por demostrárselo metiendo el dedo dónde más le dolía: en su orgullo, en su sentimiento de superioridad sobre los demás.
—Los humanos, siempre tan valiente detrás de unos barrotes. Es curioso que me llame "parásito" cuando fueron ustedes los que me apresaron en este cuerpo y que la señorita se fortaleciera con mi chakra —comentó, en un peligroso siseo que terminó por curvar sus labios en una sonrisa igual de ladina—. Pues me parece que se va a quedar usted con las ganas, señor. Un despreciable humano como usted no me va a dar órdenes.
Y entonces le escupió a la cara.
«¡¡KOKUO!!»
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Fue casi instantáneo. Un segundo antes, Kokuo estaba escupiendo a Aotsuki Zetsuo. Un segundo después, el escupitajo llegó al águila. Y él tenía la pierna levantada. De un impulso, estampó sin piedad la suela de su bota sobre el rostro de Kokuo.
—MALDITO ENGENDRO HIJO DE LA GRAN PUTA, MALDITO SEA EL DÍA EN EL QUE...
La visita de Zetsuo duró muy poco más. El hombre se había abalanzado sobre los barrotes, pero dos vigilantes de los calabozos habían entrado a toda prisa y consiguieron sujetarle por los brazos. El veterano director de hospital tuvo que ser sacado a rastras mientras amenazaba con sedar a ambos guardias y echarlos al mar.
Luego, el silencio.
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13/01/2019, 12:21
(Última modificación: 13/01/2019, 12:22 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Ocurrió tan deprisa que ni siquiera lo vio venir.
Un fuerte impacto en el centro del rostro. Un impulso que la arrojó al suelo. Estrellas de dolor cruzando sus retinas. El sabor del hierro en su boca. Un líquido cálido resbalando desde su nariz y sus labios. De un momento a otro, Kokuō se llevó las manos al rostro y aulló de dolor cuando su cerebro asimiló lo que acababa de pasar.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!!!
—MALDITO ENGENDRO HIJO DE LA GRAN PUTA, MALDITO SEA EL DÍA EN EL QUE...
La voz de Aotsuki Zetsuo se perdió por los pasillos cuando los dos vigilantes del calabozo se apresuraron a llevárselo sujetándolo por los brazos, ignorando deliberadamente las amenazas del médico sobre sedarlos y echarlos al lago de Amegakure. La puerta se cerró detrás de ellos, y el silencio regresó.
Pero no era el silencio calmado, solitario y reconfortante al que estaba acostumbrada. Era un silencio cargado de la tensión de músculos tratando de contener aquel punzante dolor que inundaba sus ojos. Era un silencio manchado de sangre que caía sobre las losas de piedra. Era un silencio que acuchillaba su cabeza.
—Maldito humano... —farfulló como pudo entre sus manos, aunque se vio obligada a apartarlas cuando tuvo que escupir sangre a un lado.
«No puedo... ¡No puedo soportar esto más!»
Gritaba Ayame en su interior. La muchacha, acurrucada en su diminuta prisión, sollozaba a viva voz entre violentos temblores y se había llevado las manos a la cabeza como si quisiera arrancarse los cabellos. Y Kokuō no dijo nada más. Estaba demasiado ocupada intentando sobreponerse al dolor e intentando limpiarse la sangre con lo único que tenía a mano: sus propias ropas. Menuda imagen lamentable debía de presentar en aquellos instantes.
«Kokuō... mátanos... por favor.... Tú quedarías libre y a mí me harías un favor...»
Suplicó, pero el Bijū torció el gesto.
—No digáis tonterías, señorita —respondió, con voz apagada.
Definitivamente, y tal y como había sospechado, ver a Aotsuki Zetsuo era lo peor que le podría haber pasado.
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Los guardias volvieron a entrar y se ocuparon de curarle la herida a Kokuo. Gracias a una rápida atención, consiguieron reparar gran parte del daño, pero el labio superior quedó hinchado y algo amoratado.
Un rato después, Amedama Daruu volvió a entrar en el calabozo. Por la forma de andar, decidida, y los silbidos alegres del muchacho, parecía haberse olvidado por completo de la conversación que había tenido lugar el día anterior. Daruu se sentó en la silla, tranquilamente, y sólo entonces se alteró.
—¡Kokuo! ¿¡Qué ha pasado!? Tu labio...
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Los guardias volvieron a entrar poco después, uno de ellos portando un cubo lleno de agua con cubos de hielo y un fardo de telas indistinguibles. Invadieron su celda, y aunque Kokuō se resistió con fiereza, terminaron por reducirla de nuevo, haciendo caso omiso a sus alaridos y sus quejas. Le limpiaron la sangre del rostro utilizando gasas mojadas y frías, pero nada pudieron hacer por su labio hinchado y amoratado. Dejaron el cubo con las gasas en un rincón de la celda y le indicaron de mala gana que se las aplicara regularmente en el labio para reducir la hinchazón. Antes de salir, también dejaron el fardo de telas sobre la cama. Ropa limpia, comprobó Kokuō. Ropa de prisionera: toda ella de color blanco, el conjunto consistía en unos pantalones blancos, una chaqueta para tolerar el frío y una camiseta que se anudaba detrás de su cuello... dejando el centro de la espalda al aire.
Kokuō dejó escapar un ronco gruñido y arrojó los ropajes fuera de la celda. ¿Acaso se creían que era estúpida? Prefería apestar a sudor y a sangre que dejar su sello al aire libre para que esos monstruos lo investigaran libremente.
«Si pudieras usar el chakra podrías usar mi técnica de regeneración...»
—Si pudiera usar el chakra, ya no estaría aquí —replicó ella, en un furibundo susurro.
El sonido de unos pasos captó su atención entonces. Una persona se acercaba silbando animadamente, y cuando Daruu entró en su rango de visión, Kokuō le taladró con la mirada. El muchacho no tardó en reparar en ella, y su aparente felicidad se transformó instantáneamente en preocupación.
—¡Kokuō! ¿¡Qué ha pasado!? Tu labio...
Ella se palpó el labio, comprobando que no volviera a sangrar de nuevo.
—Un intercambio de diferencias... con Aotsuki Zetsuo —siseó, cortante como el filo de una katana—. Creo que sería mejor que dejaran de hacernos visitas. Todos.
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— ¿¡Qué!? —gritó Daruu, levantándose y mirando a la puerta. Un sinfín de oscuras intenciones se dibujó en su rostro, unos segundos antes de que decidiera marcharse a toda prisa dando pisotones.
— ¡Y no voy a dejar de visitaros por mucho que digas! —dijo unos tres cuartos de hora después, cuando volvió a los calabozos con media cara hinchada y el labio partido.
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—¿¡Qué!? —gritó Daruu.
Pero antes de que Kokuō pudiera responder se marchó entre fuertes pisotones, dejándola perpleja y ojiplática.
«¡NO! ¿¡Qué demonios va a hacer!?»
—Nada bueno... me temo.
Lo descubrieron tres cuartos de hora más tarde, cuando Daruu regresó a los calabozos con media cara hinchada y el labio partido. Ayame ahogó una exclamación, horrorizada, pero Kokuō se llevó una mano a la frente.
—¡Y no voy a dejar de visitaros por mucho que digas! —masculló como pudo, con aquella mandíbula inflamada.
—Los humanos pueden llegar a ser tan testarudos... —susurró Kokuō, dejando resbalar la mano por la cara. Pero no tardó en arrepentirse, había dado con su nariz herida y un punzante dolor le hizo contraer el rostro en una profunda mueca de dolor—. ¿No había tenido bastante con su madre?
Con pasos lentos se acercó al cubo de agua y mojó una de las gasas en el agua congelada.
—Haga lo que quiera, a mí me da igual —terminó por acceder, al tiempo que se daba la vuelta y le arrojaba la gasa a través de los barrotes, directa al rostro.
Ella misma se había aplicado una sobre la nariz. Pese a su resistencia anterior, y al contrario de lo que había ocurrido con lo desagradables de las medicinas, había descubierto que el agua helada le calmaba aquel punzante dolor de la cara.
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La gasa dio de lleno contra el rostro de Amedama Daruu, produciendo un sonido similar al de alguien que pisa una torrija. Algo así como chfrpfss.
El joven se llevó la mano a la cara para sujetarla y que no se cayera y miró a Kokuo durante unos largos diez segundos.
—Gra... gracias... —dijo. El Gobi acababa de prestarle una gasa para aliviarle el dolor. El Gobi. Kokuo. La que tanto se esforzaba por recordarles que los humanos le daban igual—. ¿Cómo estáis? Quiero decir... aparte del golpe.
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—Gra... gracias... —murmuró el chico tras un largo silencio, tan confundido como si acabara de ver a un caballo cantándole el cumpleaños feliz—. ¿Cómo estáis? Quiero decir... aparte del golpe.
—Aparte de dolorida, igual que ayer. E igual que antes de ayer. Y probablemente igual que mañana —respondió Kokuō, taciturna, mientras volvía a sentarse en la cama y apoyaba sendos antebrazos sobre las piernas—. No hay muchas opciones entre estas cuatro paredes, más que esperar... y esperar. —Le miró por el rabillo del ojo, con sus chispeantes ojos turquesas—. Aunque quizás esa pregunta debería hacérsela a la señorita. Entre lo que pasó ayer con usted y lo de hoy con su padre, no quiere volver a salir.
»Ha llegado a decir que prefiere morir a seguir así.
«Acusica. Traidora.»
—Y de hecho ahora me está increpando por contártelo.
«¡Te odio!»
—Y que me odia.
«...»
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Daruu suspiró y bajó la cabeza, triste.
—A pesar de todo lo que hace a veces —dijo—, no podría vivir sin ella.
»Todo pasará, Ayame.
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—A pesar de todo lo que hace a veces —dijo Daruu, con un alicaído suspiro—, no podría vivir sin ella. Todo pasará, Ayame.
Ayame no dijo nada más, por lo que Kokuō no emitió ningún mensaje suyo.
—Sí, todo pasará... para ustedes —dijo en voz baja, alzando la mirada al techo. Hizo una breve pausa—. Tienen suerte de tenerse. Usted, Kōri, incluso ese Zetsuo; todos vienen a ver a la señorita.
Suspiró, hundiendo los hombros. Nunca lo admitiría en voz alta, y mucho menos ante un ser humano, pero nunca se había sentido tan sola en el mundo. Había sido libre durante un breve periodo de tiempo a cambio de perder la comunicación con sus hermanos, y ahora que habían vuelto a capturarla ni siquiera podía encontrarse de nuevo con ellos. Sólo estaban ella y Ayame, las visitas que la señorita recibiera y aquellos detestables guardias que bajaban todos los días.
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Daruu no supo qué contestar a Kokuo, aunque creyó entender a qué se refería. A sus hermanos, claro. A los otros bijuu, que, si no estaba equivocado, por el momento estaban todos muertos, por ahora. A excepción de...
—No estaría mal poder hablar también con tu otro hermano vivo, pero resulta que está... encerrado en esos Uchiha. —Casi escupió las últimas palabras con el mismo desprecio que Kokuo había pronunciado el nombre de Zetsuo—. ¿Cómo es? El Ichibi. Lo siento, pero no sé cómo se llama, Kokuo —se apresuró a añadir. Si había aprendido algo de Kokuo hasta ahora es que detestaba que le llamasen Gobi.
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