Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Daigo se mantuvo callado, confundido al escuchar la respuesta de aquella mujer que claramente se estaba riendo de él.
No frecuentaba esa clase de lugares, así que pocas veces había tenido la oportunidad de encontrarse con gente que había bebido tanto como para no ver con claridad y mucho menos actuar con seriedad. Gente como Yubiwa.
Esperaba un día ser tan fuerte como para darle caza.
El camarero no desaprovechó la oportunidad para aconsejarle que tomara algo, y aunque Daigo ya llevaba bastante agua en su mochila, le pareció lógico comprar algo a cambio de la información.
—Sí, tiene razón —dijo, sonriente y entonces recordó que se encontraba en el País de la Tormenta—. ¿Tiene Amecola?
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El posadero, un hombre alto, un poco regordete y bien afeitado, sonrió.
—¡Pues claro que tenemos! —dijo, sacando una lata bien fresca y un vaso—. ¿Algo con lo que aderezarlo? Un poco de ron, ¿quizás? —Nada mejor que un buen ameroncola para empezar el día. ¿Qué deshidrataba? No… No al bolsillo del posadero, al menos.
—Shirveme uno de eshos parra mí —pidió la mujer, aprovechando el momento. El posadero le lanzó una mirada inquisitiva—. Invita el shiko, ¿verdad? —miró a Daigo y le guiñó un ojo—. Y ahorra te cuento todo, todo para llegar hashta Inaka.
El posadero, que estaba a punto de protestar, se lo replanteó. Un refresco y una copa era mejor que solo un refresco. Hecho los números, se sacó una botella de ron para meter más presión al chico.
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—Una amecola por aquí —dijo el tabernero, feliz, sirviéndole una lata bien fresca y un vaso—. Y una amerroncola por acá.
—No hace falta que le eshes tanto hie… ¡hip!... lo. Y que she vea el ron. ¡Que she vea!
La mujer dio un largo trago que pareció sentarle como agua bendita. Se limpió la boca con la manga y luego trató de enfocar la mirada en Daigo. Lo consiguió a medias.
—¿Porr dónde íbamos? ¡Hip! Ah, shí, shí, Inaka —rio, como si acabase de oír un chiste muy gracioso—. A ver, no esh que eshté tan cerca como parra darrte indicacionesh, ¿shabesh? ¡Hip! No eshtá a la vuelta de la esquina. Sholo por kilómetros shon mínimo dosh díash de viaje… perro eshtamos hablando del deshierto. ¡Del deshierto! Te llevará musho másh que esho.
Dio otro pequeño trago antes de continuar.
—Ademásh, ¿qué eshperash? ¿Alguna referrencia porr la que guiarrte? ¿Cuando lleguesh a un árbol mu’ grande mu’ grande, llamado el Arrbol Sagrado, gira al oeshte? —rio de nuevo, de forma aguda y exagerada—. Aquí sholo hay arrena, shiko. Bashta con que te deshvíes un metro por kilómetro del rumbo. ¡Óyeme bien! ¡Un metro por kilómetro! Y ya no llegash a Inaka en tu vida.
Negó con la cabeza con mucha fuerza.
—No, no. ¡Hip! Lo que tú… ¡hip! Lo que tú neceshitash esh un guía, shiko. Y eshtás en tu día de shuerte: porque sucede que yo shoy, ¡hip!, la mejor guía que ha pishado eshtash tierrash. Shiempre y cuando puedash cumplirr, ¡hip!, con mis honorrariosh, clarro.
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En parte el chico tendría que habérselo esperado. Estaba claro que en medio del desierto no iban a haber caminos y señales que él pudiera seguir.
También tendría que haberse imaginado que necesitaría que un guía, a una persona que sí hubiera estado en el desierto para que lo ayudara a llegar sano y salvo hasta Inaka
«pero si esto sigue así acabaré perdiendo incluso más dinero del que ganaré».
El chico pensó, pensó y pensó durante unos segundos mientras vertía su Amecola en el vaso.
«Hago esto por la villa, pero tengo que traer dinero a casa...»
—Imposible —respondió, incluso si estuviera dispuesto a pagar, no confiaba en que lo pudiera guiar—. Tiene que haber una manera de asegurarme de no desviarme ni un metro por kilómetro. Por favor, dígamela.
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A la mujer le llevó menos tiempo pensar la respuesta. No porque fuese más rápida de mente —y alcoholizada, menos—, sino porque ya se la sabía.
—Imposhible —dijo, imitándole—Sholo años y años de experiencia. Eshe es el truco.
El tabernero carraspeó.
—Bueno, quizá… —Oh, sí. El tabernero había visto una grieta para colarse en la conversación y pensaba aprovecharse—. Podrías bordear la frontera hasta llegar al Río de Oro, chico. Nace en el País de la Lluvia y se cruza todo el desierto, atravesando Inaka. Solo tendrías que seguir su curso.
—¡Bah! —protestó ella—. ¿Shabesh la de vueltas que da el río? ¡Sherían kilómetrosh y kilómetrosh innecesharios! Kilómetrosh que gashtarías en agua, comida… y quién shabe shi atrapado en un Diablo del polvo. ¡Te shale más barato contratarme, hazme casho!
—Bueno, quizá —¡Oh, sí! ¡Había estado esperando justo ese momento!—. Podrías comprarme un dromedario, chico. Te facilitaría mucho el viaje, y te ahorrarías muchos, muchos días. ¡Podría dejártelo a buen precio!
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24/09/2019, 23:49 (Última modificación: 24/09/2019, 23:56 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
La mujer rio con fuerza.
—Pero, pero… ¡Pero chico! ¿No quieres un dromedario, hombre? ¿Seguro?
—Jódete. Por arruinarme el negocio —le espetó la otra.
—¿Arruinarte el negocio? ¡A mí sí que me lo van a arruinar! —estalló él, pegando tal puñetazo encima de la barra que incluso los otros dos clientes, olvidados en la mesa, se sobresaltaron—. Los maravillosos Kages de las Tres Grandes y sus maravillosos Señores Feudales. Qué idea tan buena mandar construir un ferrocarril, ¿verdad? Un monstruo con ruedas, dicen. ¡Una revolución!
Nada más lejos de la realidad.
—Pero y a los cientos y cientos de personas que como yo tenemos un humilde negocio como este, ¿qué? ¿A los que vivimos de que la gente viaje a pie y pare en nuestras posadas, a reponerse, descansar y dormir, qué? Qué nos jodan, ¿verdad? ¿Eh, chico? —preguntó, desviando la mirada hacia la bandana que portaba Daigo—. ¿Qué piensa tu Morikage de que centenares nos vayamos a la ruina por unas jodidas máquinas? ¡Sé franco, coño!
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La sorpresa era obvia en el expresivo rostro del peliverde, quien de ninguna manera podría haberse esperado una reacción como aquella.
Entendía su posición e incluso sentía algo de lástima por él. No podía imaginarse cómo se sentiría él si su trabajo como shinobi peligrara.
Pero aún así...
—Yo... no lo sé —respondió con sinceridad—. No participó en sus decisiones, ni si quiera le aconsejo, señor.
No había mentido, pero aún así sentía la necesidad de acabar en un tono positivo, de decirle algo que quizá le ayudara de alguna manera.
—Pero incluso si ya no hay viajeros a pie. ¡Usted puede aprovechar la situación! —Se forzó a sonreír como mejor se le daba—. ¿Por qué no monta un negocio cerca de una de esas... estaciones de ferrocarril? ¡Estoy seguro de que se encontrará con aún más clientes!
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Ah, si fuese tan fácil. El tabernero, como buen hombre de negocios que se consideraba, ya había pensado en aquella opción. Pero las cosas no eran tan sencillas.
—Sí, chico. No creas que no lo pensé. Pero para eso necesito dinero. Mucho. El terreno, la propiedad, la mercancía para ir empezando… Es una inversión inicial muy gorda. ¿Y piensas que alguien querría comprarme esta posada una vez se estrene el ferrocarril? —bufó. Ni al más despistado de Oonindo le colaría.
»No pasa nada, chico. La culpa no es tuya —dijo, resignado—. Son seis ryos por el refresco, y veinte por el amerroncola.
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—No —replicó el tabernero—. Suerte a ti, muchacho. —Pese a que la réplica pudiese parecer que iba con algo de inquina, Daigo pudo ver en los ojos del tabernero que realmente sentía lo que estaba diciendo—. Y que Fūjin tenga piedad de ti.
Oh, sí. Porque no había dios en Oonindo que le hiciese más favores a Izanami.
• • •
El viaje del kusajin hasta el nacimiento del Río de Oro fue tranquilo y sin sobresaltos. ¿Qué se perdió? Por supuesto. La percepción de Daigo para fijarse en detalles de su alrededor, más allá de los carteles vistosos, no estaba muy afilada. Eso diciéndolo de manera suave. Tampoco su comprensión en mapas complejos. A Daigo le quitaban de las tres o cuatro líneas trazadas en un mapa sencillo, y tenía que hacer números para saber qué ruta era la que le llevaba a destino, y en cuál estaba él.
¿Qué hubiese pasado si se hubiese lanzado de cabeza hacia Inaka? Mejor no descubrirlo. Por suerte, había obtenido la valiosa información de que podía seguir el curso del Río del Oro, y con eso en mente, sus probabilidades de éxito aumentaban drásticamente.
Llegó al cuarto día —un ninja que supiese el camino podría haberlo hecho en día y medio perfectamente—, y supo que estaba en el sitio correcto. ¿Por qué? Porque aquel río era el más grande que había visto en su maldita vida. Más ancho que muchos lagos, y el único que se metía de lleno en el paraje desértico del País del Viento.
De hecho, ¡hasta tenía un puerto! Una pequeña multitud se congregaba allí, listos para iniciar un viaje por el Río de Oro… ¡en crucero!
Daigo podía ir a investigar algo por allí —también había una posada cerca, aunque ya acababa de rellenar sus provisiones en la mañana----, y una pequeña aldeílla al lado; o, de una vez, iniciar su viaje hacia Inaka, hacia su objetivo.
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Durante ese tiempo Daigo tuvo tiempo para pensar en muchas cosas. Pensó en si hubiera sido mejor idea lanzarse de cabeza al desierto, dudó más de una vez si estaba en buen camino o se había acabado desviando.
«En el mapa parecía estar tan cerca...»
Y sobre todo pensó en lo que diría una vez llegara allí. ¿Cómo podía recuperar la confianza de la directora? ¿Y cómo investigaría la muerte de los suyos?
Ahora que lo pensaba, quizá estaba tardando demasiado. Quizá ya debería de haber llegado allí. Si eran dos días de viaje en línea recta, ¿cuánto iba a tardar siguiendo el río?
Por suerte acabó llegando a al río y a partir de allí solo tenía que seguirlo. El camino estaba hecho, pero no por ello iba a ser más fácil.
Sin barajar siquiera la posibilidad de pagarse un crucero, el chico no se distrajo y empezó su caminata a paso ligero, siguiendo el Río de Oro.
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Daigo decidió no postergar más su viaje e inició el largo camino que le quedaba por recorrer. A la aventura. A Inaka. La lluvia quedó olvidada, la humedad evaporada por completo, y las temperaturas suaves pronto empezaron a ascender. Los caminos encharcados dieron paso a páramos llenos de matorrales y árboles aislados, concentrados cerca del río. El suelo se fue agrietando, y los árboles eran ahora cactus. O meros hierbajos. Cuando se dio cuenta, pisaba la ardiente arena del desierto.
Vio pasar el crucero, con sus pudientes invitados con un daiquiri en la mano y una sombrilla en la otra. Risas. Fotos. Luego, nada. Solo el viento, golpeándole con fuerza en el rostro. Ojalá fuese una de esas brisas que tan bien sentaban en un día caluroso, pero no. Era sofocante, y arrastraba consigo granillos de arena que se colaban en los ropajes.
Cuando llegó el mediodía, Daigo se dio cuenta de lo que era pasar calor de verdad. Cuarenta y cinco grados pegándole en la cabeza, como si Susano’o hubiese fijado la vista en él y se empeñase en derretirlo bajo su mirada.
Vamos a probar una cosilla.
A partir de ahora, cada día que pases viajando en el Desierto harás una tirada para ver si resistes las inclemencias del clima. Iniciaremos con una dificultad inicial de 5 (que irá variando a lo largo del viaje, dependiendo del tramo en el que vayas y demás variables que puedan surgir). Tira tantos dados (de 10 caras, d10) como Percepción/10 tenga tu personaje.
Con un éxito basta. Un fracaso aumenta la dificultad. Una pifia... da para sorpresa.
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El viaje de Daigo ya había empezado oficialmente en cuanto dio su primer paso en el desierto. Poco a poco iba dejando atrás la humedad del país del agua para encontrarse con las altas temperaturas, la sequedad y la incómoda arena que se colaba en su ropa.
Dios. Empezaba a odiar la arena.
Quizá por suerte o por desgracia el chico tuvo compañía de un maravilloso crucero durante parte del viaje. Lleno de gente que hacía fotos y se lo pasaba bomba. No como él, que para medio día descubrió que en el desierto podía hacer aún más calor que antes.
«Kenzou-sama no solo me llamó por mi lengua, sino también por mi tenacidad. Tengo que demostrarlo»
Caminando el joven genin se colocaba su capa y se ponía la capucha. Esperaba que eso le ayudara en algo.
El viaje continuaba...
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