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— Conozco una técnica con la que detener mi caída, quizás la de alguien más si me agarra muy fuerte. —El Soyokaze, una de sus favoritas—. Desde abajo podría utilizarla para amortiguar la caída de los que salten desde arriba, pero... poco más.
Y aquello era peligroso. Estaba muy seguro de poder bajar sin ningún problema por sí mismo, pero nunca había intentado hacer lo mismo con alguien más.
— ¿Lo intentamos?
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La Matasanos lo observó con expresión dura.
—Preferiría no suicidarnos llegados a este punto, Sin Piernas —Desde luego el plan de Daigo no le había sonado muy convincente. No como plan A, desde luego—. Aunque como último recurso puede venirnos bien. Estoy pensando, conozco una técnica que crea una capa pegajosa en el suelo, tan pegajosa que podría dejar atrapado a cualquiera que lo pise por un par de minutos...
»Podría ir yo debajo de todo, e ir lanzándola. Abarca como unos seis metros, y si esperamos lo suficiente como para que pierda un poco de fuerza podríamos ir bajando sin preocuparnos de resbalar y caer.
—Eso suena a que por lo menos nos llevará diez minutos bajar. ¿Tendremos tanto tiempo? ¿Y si nos descubren y nos lanzan algo? O peor, ¿y si vuelven a anular el chakra en la celda mientras estamos a mitad de camino?
La Matasanos chasqueó la lengua. Lo sabía, ninguna solución era perfecta.
—Haced como veáis. Llegados a este punto, yo sé que sobreviviré la caída. Sois vosotros tres los que os estáis jugando la vida.
—Yo... No sé. ¿Tú qué dices, Daigo?
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Ciertamente, aquel no era un plan en el que tuviese toda la seguridad del mundo. Estaba seguro de poder salir ileso de una caída, incluso en su estado ¿pero los demás? Complicado. Muy complicado. Por suerte, la Matasanos tenía un plan que al menos parecía más seguro para todos.
— Creo que podemos intentarlo. —Dijo Daigo. No tenían muchas más opciones—. Si bajan más guardias a buscarnos, no creo que vengan a la celda. Irán al final del pasillo, donde ocurrió y... están los cuerpos.
E incluso si acababan cayendo. Quizás, con suerte, toda la mierda que había al final amortiguaría la caída.
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La Matasanos no aguardó más y ejecutó una tanda de sellos que le hizo expulsar una masa de agua densa y viscosa que se introdujo en el Ojete de Ōnindo. Dicho así, sonaba fatal. Y probablemente la Matasanos se hubiese reído de tan solo pensarlo en otras circunstancias. Pero en aquellas, reírse era un gasto de energía que no podía permitirse.
Tuvo que hincar la rodilla y recuperar el aliento. Para ella, el Suiton Mizuame Nabara suponía un gasto de chakra pequeño. Pero tras tantos días encerrada... ¿Cuánto tiempo habría pasado? Allí encerrados, sin el sol como guía, había perdido la cuenta hacía mucho tiempo.
Debieron pasar alrededor de dos minutos. Pasó los dedos por el sirope escarchado, que se extendía seis metros hacia abajo, y le costó despagarlos de nuevo. Como la telaraña de las arañas, aquel ninjutsu estaba pensado para atrapar a los enemigos. Por primera vez, ellos le darían otro uso.
—Iré yo primero. Sin Piernas, tú segundo. Tú la tercera, Llorona. Y tú de última —ordenó a todos—. Es el último esfuerzo antes de alcanzar la libertad. Sacad fuerzas de donde podáis.
Gastaría algo de chakra en curar las heridas del Sin Piernas y la Llorona, pero en aquellos momentos solo sería capaz de tratar las más superficiales. En la balanza, el platillo de su sacrificio pesaba mucho más que el de la utilidad que les supondría. Con un gesto de esfuerzo, bajó por la improvisada pared de pegamento, apoyando los pies, las rodillas, las manos.
—Coño, ahora se me quedan pegado los dedos para ejecutar los sellos —protestó, en el final de la escarcha. Con el vértigo golpeándole el pecho por soltarse las manos de las paredes, ejecutó los dos sellos con torpeza. Creando una nueva capa—. ¿Cómo vais por ahí arriba?
Si en su particular celda ya se veía poco, cada vez que iban bajando la cosa iba a peor. Pronto, la negrura más absoluta les envolvería a todos.
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Daigo asintió ante las órdenes de la Matasanos, sin protestar. Si él era el segundo en bajar, quizás podía hacer algo con el resto si llegaban a caerse, aunque por el momento no era más que una princesa en apuros.
Luego de agradecerle su tratamiento a la Matasanos, Daigo seguiría sus órdenes y empezaría a arrastrarse muy, muy lentamente. Las fuerzas le flaqueaban, tanto que llegó a pensar por momentos que acabaría cayéndose. Sus brazos apenas lo aguantaban, aunque estaban literalmente pegados al sirope, y despegarlos le costaba incluso más que mantenerse.
Aún así, podía bajar, aunque lo hiciese muy poco a poco.
— Bien... —Contestó Daigo. El esfuerzo era evidente en su voz—. De momento puedo moverme.
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La bajada fue dura. Probablemente la distancia era mayor a la que habían intuido al principio. El sirope se les pegaba en los dedos, en las botas, en la ropa. Descender fue una auténtica prueba de aguante, tal y como se encontraban todos. Por no hablar de que, por muy acostumbrados que estuviesen ya al hedor, cuanto más bajaban, más nauseabundo se volvía el olor. Olía a cadáveres descompuestos, a mierda, a vómitos.
—¡Llegamos! —gritó de júbilo la Matasanos. Uno a uno, todos lograron hacer pie en una masa inestable e irregular. Oyeron a la Llorona tropezar y lanzar un quejido al caerse—. Joder, ¡no veo ni a un palmo!
—Sois ninjas, no me jodáis. Seguro que tenéis alguna técnica para encender un fuego.
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Finalmente, de alguna manera, el grupo consiguió llegar abajo del todo sin caerse o alertar a los guardias. Todavía no había rastro alguno de Risitas, pero si el chico se había adelantado riéndose... quizás ya había salido y todo.
— ¿Estás bien? —Le preguntó a la Llorona cuando la escuchó quejarse—. Yo... no tengo nada para iluminar especialmente, no.
Y si conociese una técnica para hacerlo, no estaba seguro de querer utilizarla. No quería ver exactamente en qué se estaba arrastrando. Tapándose la nariz con el dorso de una mano y palpando la pared con la otra, el boxeador empezó a buscar una salida.
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La Llorona dio una voz para tranquilizar a Daigo: estaba bien. Todo lo bien que uno podía estar en aquella situación.
—Yo podría darnos algo de luz... Pero necesito descansar un poco. O me desmayaré, y ni siquiera será por el olor a mierda.
—¡Ja! ¿Aún no estás acostumbrada? A mí ya se me ha metido entre los huesos. Me envuelve como una fragancia.
Mientras tanto, Daigo caminó como pudo hasta que su tobillo quedó enganchado en algo que le impidió seguir avanzando, antes incluso de encontrar una pared. La Llorona volvió a intervenir.
—Oigan, chicas... Imagino la respuesta, pero... ¿Y la Faraonesa?
—La Fara... ¡HOSTIA PUTA!
—¡QUÉ COÑO! ¡LA FARAONESA! ¿¡DÓNDE LA DEJAMOS!?
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Mientras la Matasanos y la Hambrienta hablaban, Daigo continuaba inspeccionando el lugar como podía. Debilitado, sin poder levantarse y sin poder ver nada, se sentía más vulnerable que nunca, pero aún así era el momento en el que más esperanza había sentido desde la última vez que pisó su hogar. La salida estaba cerca, solo tenía que encontrarla.
Su tobillo se enganchó en algo, deteniéndolo momentáneamente mientras intentaba liberarse, hasta que la Llorona preguntó por alguien en particular.
— La... —Repitió. No podía ser verdad—. ¿¡Pero no estaba con vosotras!? —Sonó más sorprendido que enfadado.
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Las voces se superpusieron las unas a las otras.
—Salió con nosotras al pasillo...
—La vi escupir al cuerpo de Nathifa...
—...fue a vigilar el pasillo frontal mientras te reanimaba...
—...luego cogió su bastón...
—… y... Sí, esa fue la última vez que la vi.
—Joder, no la vi después de eso. ¿A dónde coño fue?
Daigo, mientras tanto, trató de zafarse de la presa. No le quedaban muchas fuerzas en las piernas, y pronto se dio cuenta que era incapaz. De hecho, fuese lo que fuese que le mantenía atrapado apretó aún más. Casi haciéndole daño.
—Ayuda...
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Aparentemente, nadie podía recordar a dónde había ido la Faraonesa. La última vez que la vieron había ido a vigilar el pasillo frontal, antes de desaparecer, pero ¿a dónde podría haber ido? Estaba seguro de que la tendrían que haber visto, a menos que hubiese decidido meterse a alguna habitación donde no pudieran verla, pero ¿por qué haría eso?
Quizás se había ido al mismo sitio que Risitas, o quizás la habían pillado, fuese cual fuese el caso, ahora era imposible subir a buscarla.
«Joder...»
Mientras se lamentaba, Daigo pudo sentir como la cosa que lo tenía pillado le apretaba cada vez más y más la pierna. No eran simplemente unos huesos en los que su pie se había atorado, al menos, no eran los huesos de un muerto. Debía ser la mano de alguien vivo, alguien que le pedía ayuda.
— Espera... ¿Qué? —Hundió las manos para intentar ayudar a esa persona a levantarse—. Necesito ayuda. Parece que hay alguien aquí.
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Daigo palpó y notó un brazo, flaco y peludo. Tiró de él, arrancándole un quejido de dolor a la persona. De pronto, se convirtió en un peso muerto. ¿Se habría desmayado, o había fallecido?
—¿Q-quién es? —preguntó, con voz temblorosa, la Llorona—. Sigue hablándome, Daigo. Guíame en la oscuridad.
—Será... ¿Será Mordiscos? Eh, Mordiscos, ¿eres tú?
No hubo respuesta.
—Vamos, Hambrienta, ayúdales. Sea quien sea, quizá hayamos obrado el milagro para él. —Esperó a que la Hambrienta les encontrase. Daigo notó la mano de ella en su hombro. Luego, ayudó a aupar a la persona que le había agarrado del pié. Pesaba tan poco que entre ella y la Llorona parecía factible arrastrarle. Al menos, por un tiempo—. Daigo, ven conmigo. Iremos al frente. Tengo una idea para iluminarnos algo el camino, pero no creo que pueda usarlo por más de unos segundos. Tendremos que ir palpando la pared la mayor parte del recorrido.
Fue un camino largo, lleno de tropiezos, de golpes contra el suelo y empujones tontos. El suelo era irregular, y la pared fría y de tierra. En un momento dado, la Matasanos notó que se adentraban en una abertura del túnel. La pared se torcía en un ángulo recto, y por mucho que bracease, no parecía encontrarse con obstáculos cerca al frente.
Dio una palmada, y un chakra color verdoso salió de sus manos en dirección a Daigo. Era reconfortante, como tomarse una taza de chocolate humeante tras cobijarte de una tormenta. El chakra iluminó lo suficiente como para vislumbrar que el túnel se dividía en cuatro. Quizá una de ellas llevase a las Pirámides de Sanbei. Pero, ¿y el resto?
La luz se fue.
—¿Elegimos al azar? —propuso, entre jadeos.
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— No sé... —Le dijo a la Llorona—. Aquí. Estoy aquí.
Ni en sus más alocados sueños Daigo había llegado a imaginarse que alguien había sobrevivido allí abajo, pero pensaba que si se trataba de alguien, no podía ser nadie conocido. A Tres Dientes lo había visto morir y a Mordiscos... lo había matado él mismo. Fuese quien fuese, les sería imposible reconocerlo sin luz.
— Sí. —Respondió a la Matasanos, acercándose a ella.
El camino fue largo, lento y complicado. El grupo avanzó en la oscuridad como buenamente pudo mientras Daigo hacía lo mejor que podía por no quedarse demasiado atrás respecto a la Matasanos. Finalmente, el grupo se encontró con cuatro caminos distintos enfrente suyo. La Matasanos propuso entrar en una al azar.
— No creo que tengamos otra opción. —Comentó—. ¿Vamos por la tercera desde la izquierda?
Había escogido aquel camino en particular por Tres Dientes. Esperaba que le diese suerte.
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Tres Dientes, ya en otro plano, fue clave para el camino que escogieron. Uno cuyo resultado no encontraron hasta horas después. Había cuatro posibilidades. Una de ellas, presumiblemente, llevaba a las cercanías de las Pirámides de Sanbei. ¿Las otras tres? Solo conseguirían descubrir una de ellas, cuando la Matasanos pegó un grito y se le escuchó caer una decena de metros abajo. Se oyó el característico sonido del agua salpicando.
—¡Estoy bien! —gritó, desde abajo, para alivio de todos—. ¡No sigáis caminando! ¡El suelo desaparece de pronto y...! Buah, ¡Esto es un pozo! ¡Estamos en un pozo! Allá arriba... ¡Veo algo de luz!
Oh, y así era. Si Daigo ponía cuidado en aproximarse al borde y alzaba la vista, vería un trozo del firmamento. Las estrellas brillaban con fuerza, y casi podía sentir la fría brisa acariciándole la piel.
—¿Un pozo? O estamos en Inaka, o en algún pequeño oasis del desierto. Joder, no sé qué prefiero.
—¿Qué más da? ¡Somos libres! ¡SOMOS LIBRES!
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De nuevo, el camino volvió a tomar varias duras horas de caminata e incerteza. Daigo no tenía la más remota idea de a dónde los llevaría el camino que había escogido, pero al menos esperaba que fuese un lugar seguro, fuese el que fuese. Le habría gustado haber hecho aquel camino con Risitas y la Faraonesa. Tenía la esperanza de que estuviesen seguros estuviesen donde estuviesen, pero no podía hacer nada al respecto para ayudarlos. Ellos se habían separado del grupo.
Varias horas de camino más tarde, Daigo se sobresaltó cuando escuchó a la Matasanos pegar un grito. ¿Los acababa de llevar a una trampa? Los pensamientos negativos abandonaron su mente en el preciso instante en el que escuchó el característico sonido de algo cayendo en el agua.
— No puede ser...
Todas sus dudas fueron despejadas en el momento en el que escuchó a la Matasanos decir que estaba bien. Lo habían conseguido, eran libres. Aquel pensamiento fue tan increíble que el chico tuvo que pellizcarse la mejilla solo para comprobar que estaba en la realidad. No estaba soñando.
— ¡SOMOS LIBRES! —Exclamó Daigo al ver el agua y el cielo estrellado— ¡Cuidado, Matasanos, que bajamos!
Sin dudarlo dos veces, el peliverde se lanzó al agua con cuidado de no caer encima de su amiga. No podía esperar. Estaba tan cerca de la libertad...
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