6/05/2016, 18:14
Juro se encogió de hombros y un tenso silencio se hizo entre los dos muchachos disfrazados de samurais adultos mientras avanzaban hacia un destino incierto. Ayame incluso terminó por disminuir el ritmo de sus pasos, temerosa de llegar a otra puerta custodiada por más samurais y no tener una excusa preparada de antemano. Las esperanzas se escurrían de entre sus dedos como granos de arena. Y cuando Ayame ya se estaba planteando por enésima vez abandonar aquella aventura cuando el de Uzushiogakure volvió a hablar.
- Puede que los samurai sean los únicos que puedan entrar... Pero quizás lo estemos enfocando mal. No podremos engañarlos con sus propios compañeros. Si tan solo pudiéramos lograr una distracción, uno podría colarse escondido...
—Una distracción... Algo que nos permita entrar en el estadio por otra puerta sin comprometer la que en teoría estamos vigilando... —repitió, pensativa.
La transformación de Juro se deshizo súbitamente, y Ayame sufrió un sobresalto que casi le hizo perder la suya propia.
—¡¿Qué haces?! —exclamó, en apenas un hilo de voz. Pero enseguida lo entendió.
Juro se había vuelto a transformar de nuevo, pero había abandonado su disfraz de samurai imponente para adoptar el de un niño rubio que no debía tener más de cinco años y los ojos inundados de lagrimas.
—He perdido a mi mama... —balbuceó, con una interpretación perfecta de un infante mocoso y lloroso desorientado en un océano de gente—. Quiero ir a casa...
Ayame se había quedado boquiabierta al verle tirarse al suelo y comenzar a berrear débilmente, con pataletas y puñetazos al suelo incluidos.
—¿Que tal? —le preguntó, abandonando su máscara para reincorporarse.
—¡Qué buena idea! —le felicitó, aunque aún dudó durante unos instantes antes de tomarle de la manita y echar a caminar de nuevo—. V... vamos. Cuanto antes terminemos con esto, mejor —balbuceó, con un ligero rubor tiñendo sus mejillas. No estaba acostumbrada a tocar a nadie. Y mucho menos a alguien con el que no tenía había cruzado palabra alguna hasta hace unos pocos minutos.
Aceleró el paso. Volvieron a toparse con la oleada de gente, ahora algo más dispersa, cuando llegaron al segundo pasillo que servía de salida del estadio, y Ayame y Juro volvieron a remontarlo. En aquella ocasión fue incluso más difícil. Al dirigirse en contra de la dirección general de la multitud tenían que extremar las precauciones para no chocar contra nadie y que sus respectivas transformaciones se fueran al garete. Si podía haber algo peor que los pillaran entrando de manera furtiva en los campos de batalla tras la ronda, era precisamente ver a una kunoichi y un shinobi (ambos participantes del torneo) tratando de colarse transformados en un samurai y un cebo. Por suerte, consiguieron su propósito y ambos llegaron sanos, salvos e intactos a la segunda puerta. Aquella estaba custodiada nuevamente por dos samurais, y a Ayame le dio un vuelco cuando uno de ellos los miró durante algunos segundos y el otro le saludó efusivamente.
—¿Qué hay, Mamoru? —fue únicamente por el tono de su voz que Ayame se dio cuenta de que era una mujer. Junto al resto de su cuerpo, cubierto por una armadura, tapaba la parte de sus ojos con lo que parecía ser medio casco. Tras su espalda caían dos largas coletas.
Algo amedrentada, y sin saber muy bien cómo debía reaccionar o como reaccionaría el verdadero Mamoru a un saludo así, se limitó a levantar una mano y esbozó una ligera sonrisa cansada.
—¿Por qué no estás en tu puesto? —preguntó el otro, receloso.
A Ayame se le colocó el corazón en la garganta.
—Yo... he dejado a mi compañero allí —dijo, había tratado de mantenerse lo más firme que era capaz, pero el temblequeo de su voz la estaba traicionando y el samurai no tardó en entrecerrar los ojos...
- Puede que los samurai sean los únicos que puedan entrar... Pero quizás lo estemos enfocando mal. No podremos engañarlos con sus propios compañeros. Si tan solo pudiéramos lograr una distracción, uno podría colarse escondido...
—Una distracción... Algo que nos permita entrar en el estadio por otra puerta sin comprometer la que en teoría estamos vigilando... —repitió, pensativa.
La transformación de Juro se deshizo súbitamente, y Ayame sufrió un sobresalto que casi le hizo perder la suya propia.
—¡¿Qué haces?! —exclamó, en apenas un hilo de voz. Pero enseguida lo entendió.
Juro se había vuelto a transformar de nuevo, pero había abandonado su disfraz de samurai imponente para adoptar el de un niño rubio que no debía tener más de cinco años y los ojos inundados de lagrimas.
—He perdido a mi mama... —balbuceó, con una interpretación perfecta de un infante mocoso y lloroso desorientado en un océano de gente—. Quiero ir a casa...
Ayame se había quedado boquiabierta al verle tirarse al suelo y comenzar a berrear débilmente, con pataletas y puñetazos al suelo incluidos.
—¿Que tal? —le preguntó, abandonando su máscara para reincorporarse.
—¡Qué buena idea! —le felicitó, aunque aún dudó durante unos instantes antes de tomarle de la manita y echar a caminar de nuevo—. V... vamos. Cuanto antes terminemos con esto, mejor —balbuceó, con un ligero rubor tiñendo sus mejillas. No estaba acostumbrada a tocar a nadie. Y mucho menos a alguien con el que no tenía había cruzado palabra alguna hasta hace unos pocos minutos.
Aceleró el paso. Volvieron a toparse con la oleada de gente, ahora algo más dispersa, cuando llegaron al segundo pasillo que servía de salida del estadio, y Ayame y Juro volvieron a remontarlo. En aquella ocasión fue incluso más difícil. Al dirigirse en contra de la dirección general de la multitud tenían que extremar las precauciones para no chocar contra nadie y que sus respectivas transformaciones se fueran al garete. Si podía haber algo peor que los pillaran entrando de manera furtiva en los campos de batalla tras la ronda, era precisamente ver a una kunoichi y un shinobi (ambos participantes del torneo) tratando de colarse transformados en un samurai y un cebo. Por suerte, consiguieron su propósito y ambos llegaron sanos, salvos e intactos a la segunda puerta. Aquella estaba custodiada nuevamente por dos samurais, y a Ayame le dio un vuelco cuando uno de ellos los miró durante algunos segundos y el otro le saludó efusivamente.
—¿Qué hay, Mamoru? —fue únicamente por el tono de su voz que Ayame se dio cuenta de que era una mujer. Junto al resto de su cuerpo, cubierto por una armadura, tapaba la parte de sus ojos con lo que parecía ser medio casco. Tras su espalda caían dos largas coletas.
Algo amedrentada, y sin saber muy bien cómo debía reaccionar o como reaccionaría el verdadero Mamoru a un saludo así, se limitó a levantar una mano y esbozó una ligera sonrisa cansada.
—¿Por qué no estás en tu puesto? —preguntó el otro, receloso.
A Ayame se le colocó el corazón en la garganta.
—Yo... he dejado a mi compañero allí —dijo, había tratado de mantenerse lo más firme que era capaz, pero el temblequeo de su voz la estaba traicionando y el samurai no tardó en entrecerrar los ojos...