12/05/2016, 23:26
La tensión se palpaba en el ambiente. Tan electrizante que le hacía cosquillas en la piel. Tan densa que podría cortarse con el filo del kunai que escondía bajo la manga en su brazo derecho... Parecía que en cualquier momento el samurai iba a darse cuenta del engaño e iba a dar al traste con él, pero...
—Quiero a mi mama... —como el tañido de una campana de salvación, la voz de Juro retumbó en el pasillo. El chiquillo en el que se había transformado clavó sus cándidos ojos en la figura de la mujer samurai—. ¿Mami?
—Ooooohhhh... —exclamó la mujer, enternecida, y Ayame tuvo que contenerse para no soltar un suspiro de alivio.
—El niño ha perdido a su madre. Dice que la última vez que la vio estaba aún dentro del estadio. Con suerte, aún no habrá salido.
El otro samurai se cruzó de brazos, su dedo índice golpeteando contra su bíceps producía un quedo sonido metálico. Y, tras varios segundos de nuevo silencio...
—Oh, vamos, Takeru. ¡Tenemos que ayudarle!
—Eres tan blanca como la mantequilla, Usagi. Pero está bien. Cinco minutos, Mamoru. Ya conoces las normas.
Les abrió paso, y con una leve inclinación de cabeza, Ayame se apresuró a entrar de nuevo en la arena, temerosa de que los dos samurais pudieran escuchar el eco del desenfrenado latido de su corazón dentro de la armadura.
—Vale, ahora tenemos que buscar cuanto antes ese osito. Tenemos muy poco tiempo... —le susurró a su compañero, aunque era bien improbable que los escucharan desde la distancia a la que se encontraban.
La arena estaba tal y como la habían dejado después de sus respectivos combates. Aún quedaba alguna que otra persona pululando por allí, pero prácticamente todos se dirigían a las salidas. Tenían que darse prisa...
—Quiero a mi mama... —como el tañido de una campana de salvación, la voz de Juro retumbó en el pasillo. El chiquillo en el que se había transformado clavó sus cándidos ojos en la figura de la mujer samurai—. ¿Mami?
—Ooooohhhh... —exclamó la mujer, enternecida, y Ayame tuvo que contenerse para no soltar un suspiro de alivio.
—El niño ha perdido a su madre. Dice que la última vez que la vio estaba aún dentro del estadio. Con suerte, aún no habrá salido.
El otro samurai se cruzó de brazos, su dedo índice golpeteando contra su bíceps producía un quedo sonido metálico. Y, tras varios segundos de nuevo silencio...
—Oh, vamos, Takeru. ¡Tenemos que ayudarle!
—Eres tan blanca como la mantequilla, Usagi. Pero está bien. Cinco minutos, Mamoru. Ya conoces las normas.
Les abrió paso, y con una leve inclinación de cabeza, Ayame se apresuró a entrar de nuevo en la arena, temerosa de que los dos samurais pudieran escuchar el eco del desenfrenado latido de su corazón dentro de la armadura.
—Vale, ahora tenemos que buscar cuanto antes ese osito. Tenemos muy poco tiempo... —le susurró a su compañero, aunque era bien improbable que los escucharan desde la distancia a la que se encontraban.
La arena estaba tal y como la habían dejado después de sus respectivos combates. Aún quedaba alguna que otra persona pululando por allí, pero prácticamente todos se dirigían a las salidas. Tenían que darse prisa...