16/09/2016, 00:26
(Última modificación: 16/09/2016, 00:27 por Aotsuki Ayame.)
—No es nada —respondió el chico con el que acababa de topar, y Ayame le respondió con una apurada sonrisa. Una sonrisa que casi de manera instantánea se congeló en sus labios.
«¡Idiota! ¡Kōri nunca sonríe!» Se reprendió. Aunque pronto se dio cuenta de que aquella precaución era estúpida en un lugar como aquel. ¿Por qué demonios se preocupaba tanto? Nadie allí conocía a su hermano mayor, por lo que no había manera alguna de que la descubrieran a partir de su comportamiento. Sin embargo... prefería mantener la máscara de la manera más fiel posible. Sólo por si las moscas.
—Si pudiera, te ofrecería más espacio, o un lugar más cómodo. Pero parece que este artista es muy querido por los lugareños... Aquí debe estar la mitad de toda Notsuba, por lo menos —agregó el desconocido, con una risa afable.
—La mitad de Notsuba... y toda la gente de fuera que se haya enterado de la noticia, por lo que parece —replicó, y en aquella ocasión puso verdadero empeño en no sonreír. Enseguida se dio cuenta de que era más difícil de lo que parecía...—. No te preocupes. Imaginaba que la posada estaría a reventar... aunque esto supera todas mis expectativas.
Estaba hablando demasiado. Kōri nunca hablaba tanto. No sonrías. No hables. No muestres ningún tipo de sentimiento. Demonios, ser su hermano mayor era verdaderamente duro.
El tiempo de espera se alargaba, y con él crecía la impaciencia de los presentes. Eran demasiadas personas en un espacio demasiado pequeño. Cualquier pequeño empujón, cualquier mirada mal dirigida, cualquier respiración mal calculada podía hacer saltar la chispa que prendería la llama de la violencia. La tensión en el ambiente era palpable, Ayame casi podría jurar que podría cortarla con el filo del kunai que escondía bajo su manga. Se removió en su sitio y se cruzó de brazos, inquieta ante las crecientes protestas de los asistentes.
Pero como el héroe de una película de acción, cuando todo parecía perdido y la disconformidad se había tensado hasta el punto de romperse como un frágil hilo, alguien surgió desde detrás del cortinaje. Y el público enmudeció.
—¡ROKURO HEI-SAMAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
Ayame contrajo el gesto. Pese a la distancia que los separaba, el chillido de la fanática le había destrozado prácticamente los tímpanos. Pero aquel grito pareció despertar al público, que se arrancó a aplaudir. Y Ayame respondió de manera algo más tímida.
«¿Ese es Rokuro Hei?» Se preguntó, con cierta sorpresa. Pero el shamisen, negro como el ébano que llevaba entre sus manos, no dejaba lugar a dudas. Tal y como las dos chicas habían hablado de él, Ayame había esperado encontrarse con el típico chico joven, guaperas, que roba el corazón de las jovencitas a su paso. Sin embargo, el hombre que se encontraba sobre el escenario parecía totalmente lo opuesto a aquello. Debía rondar la edad de su padre, pero era bastante más bajito y ancho de cuerpo que él. Su calva incipiente amenazaba con acabar con su cabello surcado de canas, pero al mismo tiempo lucía una barba medianamente recortada.
Detrás de él surgieron dos hombres más, bastante más jóvenes que Rokuro Hei y vestidos con ropajes incluso más cuidados.
El grupo tomó asiento en el escenario y enseguida comenzó el espectáculo. Desde el centro, Rokuro Hei arrancó las notas de su shamisen con dedos increíblemente delicados y movimientos fluidos, y la melodía flotó en el ambiente como una bandada de pajarillos. Y Ayame, con la piel de gallina y el corazón encogido, se sorprendió obligándose a sí misma a darle la razón a las dos chicas, por muy fanáticas que pudieran ser. La canción era increíblemente hermosa y tranquila. Como el discurrir de un riachuelo entre las rocas en la montaña.
—Es ciertamente increíble —oyó a su compañero, y Ayame se sobresaltó momentáneamente, como si la hubiese arrancado de un extraño sueño.
—S... sí... —asintió y entonces, por el rabillo del ojo, vio un movimiento que le hizo apartar la atención del estadio.
Dos hombres fornidos se abrían paso entre empujones y protestas de un público que trataba de disfrutar del espectáculo. Parecían dirigirse hacia el centro del salón, donde se encontraban las mesas redondas. Ayame no les prestó mayor atención, seguramente se trataba de los típicos abusones que ahora intentarían hacerse con los mejores sitios por la fuerza bruta para escuchar a Rokuro Hei.
«¡Idiota! ¡Kōri nunca sonríe!» Se reprendió. Aunque pronto se dio cuenta de que aquella precaución era estúpida en un lugar como aquel. ¿Por qué demonios se preocupaba tanto? Nadie allí conocía a su hermano mayor, por lo que no había manera alguna de que la descubrieran a partir de su comportamiento. Sin embargo... prefería mantener la máscara de la manera más fiel posible. Sólo por si las moscas.
—Si pudiera, te ofrecería más espacio, o un lugar más cómodo. Pero parece que este artista es muy querido por los lugareños... Aquí debe estar la mitad de toda Notsuba, por lo menos —agregó el desconocido, con una risa afable.
—La mitad de Notsuba... y toda la gente de fuera que se haya enterado de la noticia, por lo que parece —replicó, y en aquella ocasión puso verdadero empeño en no sonreír. Enseguida se dio cuenta de que era más difícil de lo que parecía...—. No te preocupes. Imaginaba que la posada estaría a reventar... aunque esto supera todas mis expectativas.
Estaba hablando demasiado. Kōri nunca hablaba tanto. No sonrías. No hables. No muestres ningún tipo de sentimiento. Demonios, ser su hermano mayor era verdaderamente duro.
El tiempo de espera se alargaba, y con él crecía la impaciencia de los presentes. Eran demasiadas personas en un espacio demasiado pequeño. Cualquier pequeño empujón, cualquier mirada mal dirigida, cualquier respiración mal calculada podía hacer saltar la chispa que prendería la llama de la violencia. La tensión en el ambiente era palpable, Ayame casi podría jurar que podría cortarla con el filo del kunai que escondía bajo su manga. Se removió en su sitio y se cruzó de brazos, inquieta ante las crecientes protestas de los asistentes.
Pero como el héroe de una película de acción, cuando todo parecía perdido y la disconformidad se había tensado hasta el punto de romperse como un frágil hilo, alguien surgió desde detrás del cortinaje. Y el público enmudeció.
—¡ROKURO HEI-SAMAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
Ayame contrajo el gesto. Pese a la distancia que los separaba, el chillido de la fanática le había destrozado prácticamente los tímpanos. Pero aquel grito pareció despertar al público, que se arrancó a aplaudir. Y Ayame respondió de manera algo más tímida.
«¿Ese es Rokuro Hei?» Se preguntó, con cierta sorpresa. Pero el shamisen, negro como el ébano que llevaba entre sus manos, no dejaba lugar a dudas. Tal y como las dos chicas habían hablado de él, Ayame había esperado encontrarse con el típico chico joven, guaperas, que roba el corazón de las jovencitas a su paso. Sin embargo, el hombre que se encontraba sobre el escenario parecía totalmente lo opuesto a aquello. Debía rondar la edad de su padre, pero era bastante más bajito y ancho de cuerpo que él. Su calva incipiente amenazaba con acabar con su cabello surcado de canas, pero al mismo tiempo lucía una barba medianamente recortada.
Detrás de él surgieron dos hombres más, bastante más jóvenes que Rokuro Hei y vestidos con ropajes incluso más cuidados.
El grupo tomó asiento en el escenario y enseguida comenzó el espectáculo. Desde el centro, Rokuro Hei arrancó las notas de su shamisen con dedos increíblemente delicados y movimientos fluidos, y la melodía flotó en el ambiente como una bandada de pajarillos. Y Ayame, con la piel de gallina y el corazón encogido, se sorprendió obligándose a sí misma a darle la razón a las dos chicas, por muy fanáticas que pudieran ser. La canción era increíblemente hermosa y tranquila. Como el discurrir de un riachuelo entre las rocas en la montaña.
—Es ciertamente increíble —oyó a su compañero, y Ayame se sobresaltó momentáneamente, como si la hubiese arrancado de un extraño sueño.
—S... sí... —asintió y entonces, por el rabillo del ojo, vio un movimiento que le hizo apartar la atención del estadio.
Dos hombres fornidos se abrían paso entre empujones y protestas de un público que trataba de disfrutar del espectáculo. Parecían dirigirse hacia el centro del salón, donde se encontraban las mesas redondas. Ayame no les prestó mayor atención, seguramente se trataba de los típicos abusones que ahora intentarían hacerse con los mejores sitios por la fuerza bruta para escuchar a Rokuro Hei.