26/09/2016, 23:42
Una figura se desliza entre la lluvia, bajo el cobijo de un paraguas negro y envejecido. Levanta la mirada para apreciar las luces, amarillas, candentes, a través de los helados cristales empotrados en estructuras metálicas, tan familiares como ajenas aquellas casas.
Suspira sin darse cuenta y abandona la última callejuela.
Un guardia en la puerta abierta de la academia le saluda, como a cualquier otro, y ella responde con un gesto de su mano y una fugaz sonrisa. Mientras avanza al interior de la academia va sintiendo una creciente ansia. Quiere reconocer cada detalle de ese lugar que antaño fuera su casa, por crueles que hubiesen sido las pesadillas en su estancia, afuera no se estaba mucho mejor. Se sintió masoquista y sonrió extrañada ante la idea.
Un solitario pasillo la condujo hasta una sala enorme, una biblioteca con cientos de ejemplares. Estaba bordeado de estantes que casi llegaban al techo. Al entrar, a izquierda y derecha dos mesas, separadas por un pequeño anaquel repleto de libros desordenados, rodeadas cada una por cinco sillas de madera. Le sorprendió ver gente allí, a esa hora, estaba convencida de que no habría un alma, como en otras ocasiones en otros lugares. Aún así ingresó, buscando que su mirada se cruzara con la de un hombre sentado tras una barra circular, completamente metálica, casi en el centro de la sala.
Maar alargó al bibliotecario un trozo de papel en el que rezaba "Chakra Et Est Alius Herbs - Shiro Takaho". Cuando el shinobi vio el papel sobre el mesón levantó por primera vez la mirada, a punto estuvo de espetar por su falta de educación cuando ella extendió su mano desde el mentón hacia él. Luego cerró la mano y levantó el pulgar, sonreía con la mirada aunque sus labios no se movieron, un gesto grácil que con la práctica se había convertido en rutina.
El hombre agitó las manos frente a sí, como si tratara de borrar en el aire las palabras nunca dichas, antes de asentir un par de veces, como si él también se hubiese quedado mudo. Buscó entre sus papeles y eligió uno que puso sobre el mostrador junto a una pluma después de indicarle con ella, en total silencio, los espacios que debía llenar.
Al terminar el formato buscó la sección indicada por el hombre y se halló perdida entre decenas de libros con títulos idénticos o parecidos. Sin embargo, el trabajo de Takaho la apasionaba y lo prefería antes que a otros autores igualmente versados, por lo que se vio obligada a sumergirse en su búsqueda.
Suspira sin darse cuenta y abandona la última callejuela.
Un guardia en la puerta abierta de la academia le saluda, como a cualquier otro, y ella responde con un gesto de su mano y una fugaz sonrisa. Mientras avanza al interior de la academia va sintiendo una creciente ansia. Quiere reconocer cada detalle de ese lugar que antaño fuera su casa, por crueles que hubiesen sido las pesadillas en su estancia, afuera no se estaba mucho mejor. Se sintió masoquista y sonrió extrañada ante la idea.
Un solitario pasillo la condujo hasta una sala enorme, una biblioteca con cientos de ejemplares. Estaba bordeado de estantes que casi llegaban al techo. Al entrar, a izquierda y derecha dos mesas, separadas por un pequeño anaquel repleto de libros desordenados, rodeadas cada una por cinco sillas de madera. Le sorprendió ver gente allí, a esa hora, estaba convencida de que no habría un alma, como en otras ocasiones en otros lugares. Aún así ingresó, buscando que su mirada se cruzara con la de un hombre sentado tras una barra circular, completamente metálica, casi en el centro de la sala.
Maar alargó al bibliotecario un trozo de papel en el que rezaba "Chakra Et Est Alius Herbs - Shiro Takaho". Cuando el shinobi vio el papel sobre el mesón levantó por primera vez la mirada, a punto estuvo de espetar por su falta de educación cuando ella extendió su mano desde el mentón hacia él. Luego cerró la mano y levantó el pulgar, sonreía con la mirada aunque sus labios no se movieron, un gesto grácil que con la práctica se había convertido en rutina.
El hombre agitó las manos frente a sí, como si tratara de borrar en el aire las palabras nunca dichas, antes de asentir un par de veces, como si él también se hubiese quedado mudo. Buscó entre sus papeles y eligió uno que puso sobre el mostrador junto a una pluma después de indicarle con ella, en total silencio, los espacios que debía llenar.
Al terminar el formato buscó la sección indicada por el hombre y se halló perdida entre decenas de libros con títulos idénticos o parecidos. Sin embargo, el trabajo de Takaho la apasionaba y lo prefería antes que a otros autores igualmente versados, por lo que se vio obligada a sumergirse en su búsqueda.