8/01/2017, 16:29
(Última modificación: 8/01/2017, 16:35 por Aotsuki Ayame.)
Sin embargo, el chico ni siquiera respondió al afable saludo del tabernero. Aún con la mirada clavada en sus fideos, Ayame escuchó los pasos del joven acercándose hasta su posición. Sus hombros se tensaron inevitablemente, esperando el inminente reproche de no haber aceptado anteriormente su invitación y acabar apareciendo allí de todas maneras. Sin embargo, este nunca llegó. Pasó de largo su mesa y se sentó en la que quedaba tras su espalda. Por el rabillo del ojo vio que el tendero, servicial, se acercaba a él. Se dijeron algo entre susurros, pero por mucho que agudizó el oído, Ayame no llegó a escuchar sus palabras. A excepción de las del energético tabernero:
—¡Discúlpame, muchacho, discúlpame! Pero no tengo ni la más remota idea acerca de lo que me estás diciendo.
«¿Qué demonios le habrá dicho?» Se preguntaba una intrigada Ayame.
—¿Vienes a por una habitación? Tenemos camas libres, una lumbre caliente y la sopa está deliciosa.
Como si subrayara sus palabras, Ayame volvió a llevarse la cuchara a los labios. En eso no podía quitarle la razón. Pese a lo tétrico del nombre de la posada, aquel lugar había resultado ser un oasis en aquel desierto de frío. El calor de la lumbre la envolvía como un acogedor abrazo y el plato no sólo desprendía un aroma delicioso, el propio caldo tenía una exquisita mezcla de verduras y especias que también la calentaban por dentro.
Y antes de que nadie pudiera decir nada más, la puerta volvió a abrirse. Ayame temió que se tratara de la chica de cabellos blancos que había acompañado al otro.
—¡Por los mil escalones de Tengokuhenokaidan! ¡Sí que estamos teniendo clientes esta noche, sí!
—exclamó el tendero alegremente.
«¿Tengoku... qué?»
Afortunadamente, los temores de Ayame no se cumplieron. Cuando miró por el rabillo del ojo descubrió que el recién llegado era un hombre de piel pálida, mediana estatura, complexión media y un rostro que competía con el de Kōri en cuanto a expresividad. Tenía el cabello castaño, a juego con sus ojos.
—¡Buenas noches, Unai, buenas noches! —le saludó el tendero. Por su familiaridad, parecía que se conocían.
—Buenas noches, Hachi —respondió él, y Ayame descubrió, no sin cierta gracia, que también su tono de voz competía con la de su hermano mayor—. Parece que tu hostal está concurrido esta noche. ¿Te quedan habitaciones libres?
—¡Claro, Unai, claro! Siempre tenemos camas libres en El descanso eterno, siempre. ¿Puedo ofrecerte algo de sopa, puedo?
El hombre asintió mientras se quitaba su gruesa capa de viaje gris y la colgaba en un perchero que se encontraba cerca de la puerta. Después se sentó en una de las dos mesas que quedaban libres, sacó un pequeño libro y se sumergió entre sus páginas con aire ausente. Ayame no pudo evitar echarle una breve ojeada a su portada, tratando de discernir el título.
—Oye... Hachi-san —llamó al tendero, en cuanto le vio disponible—. ¿Qué es eso que has dicho antes de los mil escalones de Tengoku... Tengoku... lo que sea? —preguntó, con curiosidad. No podía evitarlo, le había llamado la atención con aquella expresión.
—¡Discúlpame, muchacho, discúlpame! Pero no tengo ni la más remota idea acerca de lo que me estás diciendo.
«¿Qué demonios le habrá dicho?» Se preguntaba una intrigada Ayame.
—¿Vienes a por una habitación? Tenemos camas libres, una lumbre caliente y la sopa está deliciosa.
Como si subrayara sus palabras, Ayame volvió a llevarse la cuchara a los labios. En eso no podía quitarle la razón. Pese a lo tétrico del nombre de la posada, aquel lugar había resultado ser un oasis en aquel desierto de frío. El calor de la lumbre la envolvía como un acogedor abrazo y el plato no sólo desprendía un aroma delicioso, el propio caldo tenía una exquisita mezcla de verduras y especias que también la calentaban por dentro.
Y antes de que nadie pudiera decir nada más, la puerta volvió a abrirse. Ayame temió que se tratara de la chica de cabellos blancos que había acompañado al otro.
—¡Por los mil escalones de Tengokuhenokaidan! ¡Sí que estamos teniendo clientes esta noche, sí!
—exclamó el tendero alegremente.
«¿Tengoku... qué?»
Afortunadamente, los temores de Ayame no se cumplieron. Cuando miró por el rabillo del ojo descubrió que el recién llegado era un hombre de piel pálida, mediana estatura, complexión media y un rostro que competía con el de Kōri en cuanto a expresividad. Tenía el cabello castaño, a juego con sus ojos.
—¡Buenas noches, Unai, buenas noches! —le saludó el tendero. Por su familiaridad, parecía que se conocían.
—Buenas noches, Hachi —respondió él, y Ayame descubrió, no sin cierta gracia, que también su tono de voz competía con la de su hermano mayor—. Parece que tu hostal está concurrido esta noche. ¿Te quedan habitaciones libres?
—¡Claro, Unai, claro! Siempre tenemos camas libres en El descanso eterno, siempre. ¿Puedo ofrecerte algo de sopa, puedo?
El hombre asintió mientras se quitaba su gruesa capa de viaje gris y la colgaba en un perchero que se encontraba cerca de la puerta. Después se sentó en una de las dos mesas que quedaban libres, sacó un pequeño libro y se sumergió entre sus páginas con aire ausente. Ayame no pudo evitar echarle una breve ojeada a su portada, tratando de discernir el título.
—Oye... Hachi-san —llamó al tendero, en cuanto le vio disponible—. ¿Qué es eso que has dicho antes de los mil escalones de Tengoku... Tengoku... lo que sea? —preguntó, con curiosidad. No podía evitarlo, le había llamado la atención con aquella expresión.