15/01/2017, 01:21
Los días habían pasado, y conforme a ellos, Enzo había estado derrochando su hiperactividad en un largo y absurdo viaje. Se había recorrido casi todo el país del fuego, y se había metido en tantas broncas absurdas que casi le dan una medalla al mérito y todo. Había molestado desde a tenderos, hasta a shinobis de otras aldeas. Sin duda, se jugaba el físico sin necesidad alguna de ello. Pero oye, que sin riesgo no hay diversión. En algo debía gastar su tiempo, y esa vocación era divertida a la par que lo hacía mejorar en el arte del engaño y el ilusionismo. Por suerte o desgracia, había regresado sano y salvo a casa, y ahora estaba a esperas de que regresase su hermana. En ésta última misión la verdad es que estaba tomándose su tiempo, a saber qué tipo de misión era, pues ya se demoraba bastante y eso no era frecuente en ella.
Haciendo tiempo, y aprovechando que debía llenar la nevera, el peliverde tomó un carrito y se aventuró a realizar una buena compra. La verdad, la gente empezaba a estar harto de sus bromas, pero también era cierto que no tardaban en olvidar su rostro ni un par de días. Era casi como un don, tenía la extraña capacidad de pasar desapercibido hasta con su llamativa cabellera. Sin duda alguna, la sangre de los maestros ilusionistas corría por sus venas.
Comenzó a dirigirse a la zona comercial de la ciudad, y entre tanto comenzó a hacer de las suyas nuevamente. Agarrando el carrito como si se tratase de un bólido, lo empujaba y al instante saltaba hacia el interior, dejándose llevar por la fuerza cinética. Por unos instantes, disfrutaba de la brisa en el rostro, así como de la velocidad. Lo malo era a los ciudadanos a los que se acercaba a estrepitosa velocidad, sin capacidad alguna de giro. Algunos saltaban por salvar la vida, algunos simplemente pegaban una patada al carro y vociferaban blasfemias, otros... no tenían tanta suerte y eran atropellados. Pero nuevamente el chico daba velocidad al carro y salía de la persecusión con tanta efimeridad como con la que había entrado en escena.
Cuanto mas lo hacía, mas reía. La verdad, hacía tiempo que no tomaba unas risas como las que ésto le provocaba. Era divertido, le hacía correr bastante riesgo, y era peligroso para otras personas además de para él. El invento del siglo, seguro que no tardarían en copiarle la idea. Entre tanto, se dirigía hacia el mercado, donde tarde o temprano compraría lo necesario para llenar un poco la nevera.
Cada tontería en la que se veía enfrascado el peliverde se convertía en una auténtica epopeya, era curioso, pero tenía la habilidad de convertir el recado mas sencillo en la travesía mas disparatada y difícil. No todos tienen esa habilidad.
Haciendo tiempo, y aprovechando que debía llenar la nevera, el peliverde tomó un carrito y se aventuró a realizar una buena compra. La verdad, la gente empezaba a estar harto de sus bromas, pero también era cierto que no tardaban en olvidar su rostro ni un par de días. Era casi como un don, tenía la extraña capacidad de pasar desapercibido hasta con su llamativa cabellera. Sin duda alguna, la sangre de los maestros ilusionistas corría por sus venas.
Comenzó a dirigirse a la zona comercial de la ciudad, y entre tanto comenzó a hacer de las suyas nuevamente. Agarrando el carrito como si se tratase de un bólido, lo empujaba y al instante saltaba hacia el interior, dejándose llevar por la fuerza cinética. Por unos instantes, disfrutaba de la brisa en el rostro, así como de la velocidad. Lo malo era a los ciudadanos a los que se acercaba a estrepitosa velocidad, sin capacidad alguna de giro. Algunos saltaban por salvar la vida, algunos simplemente pegaban una patada al carro y vociferaban blasfemias, otros... no tenían tanta suerte y eran atropellados. Pero nuevamente el chico daba velocidad al carro y salía de la persecusión con tanta efimeridad como con la que había entrado en escena.
Cuanto mas lo hacía, mas reía. La verdad, hacía tiempo que no tomaba unas risas como las que ésto le provocaba. Era divertido, le hacía correr bastante riesgo, y era peligroso para otras personas además de para él. El invento del siglo, seguro que no tardarían en copiarle la idea. Entre tanto, se dirigía hacia el mercado, donde tarde o temprano compraría lo necesario para llenar un poco la nevera.
Cada tontería en la que se veía enfrascado el peliverde se convertía en una auténtica epopeya, era curioso, pero tenía la habilidad de convertir el recado mas sencillo en la travesía mas disparatada y difícil. No todos tienen esa habilidad.