19/01/2017, 13:46
Los dos muchachos se pusieron en marcha al fin. Tras salir del Edificio del Morikage, pusieron rumbo a las plantaciones de maíz de Kusagakure. Les esperaba un camino largo, pues si bien era cierto que los cultivos estaban dentro de la aldea, estos se encontraban prácticamente a las afueras, prácticamente colindantes a la enorme zanja que les separaba del mundo exterior.
Consiguieron llegar tras una hora de camino aproximadamente. Pero cuando llegaron allí se encontraron con un ligero problema. Según habían ido avanzando, las casas de madera de bambú se habían ido dispersando cada vez más, la vegetación cada vez era más abundante, e incluso el suelo empedrado dio paso a unos caminos de tierra apenas labrados para el uso humano. Con todo, allí estaban, justo debajo de la colina donde se encontraban se extendía un auténtico océano dorado. Las plantas superaban notablemente la altura de una persona normal y corriente y constituían un auténtico laberinto en el que parecía terriblemente difícil perderse.
Y fue entre esos maizales donde los ojos de Yota vieron una sombra deslizándose entre las cañas.
—¡Vosotros! ¿Qué hacéis aquí?
El que les había reclamado la atención era un hombre de ojos pequeños, oscuros y hundidos; y rostro severo. Pese a su avanzada edad, caminaba erguido, sin ayuda de ningún bastón o apoyo. Tras él, a una cierta distancia y fuera de los campos de maíz, se alzaba una pequeña caseta con un molinillo en su tejado que giraba al compás del viento.
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