26/03/2017, 23:51
(Última modificación: 29/07/2017, 01:45 por Amedama Daruu.)
La puerta de las cocinas se abrió, y los clientes enmudecieron, observando lo que ya se había convertido en un espectáculo. Daruu se limitó a agachar la cabeza, avergonzado. Se preguntó si Ayame le odiaría por no haber impedido que Kori entrase a la cocina. Se contestó que de todas formas no habría sido capaz y sólo habría empeorado todo. Se preguntó, también, si el hermano de Ayame le tendría rencor por intentar ocultarla. Esperaba que no. No tenía mucha relación con él, pero siempre se habían llevado bien.
Kiroe salió de la cocina y dio dos palmadas que atrajeron la atención del improvisado público.
—¡Vamos, vamos! ¡Aquí no hay nada que ver! ¡Vuelvan todos a socializar, corran, que se les está cayendo la baba con tanto show!
La clientela, avergonzada, volvió a sus batidos, cafés, bollos y conversaciones. Kiroe saltó la barra elegantemente y caminó hacia la mesa donde Daruu estaba sentado. Se sentó.
—¿Por qué la has ayudado a huir?
—¡No lo he hecho, de verdad, mamá! —contestó Daruu, indignado—. Sólo quería ayudarla a entrenar. Sólo la convencí para que volviera a su casa invitándola a chocolate, y a regañadientes. Yo mismo le dije que tenía que volver. Créeme.
—Sí —suspiró Kiroe. Cogió el taiyaki a medias de Ayame y le dio un bocado—. Yo también intento convencer a los hombres con chocolate.
—¡Jo, mamá, que no es eso! —Daruu se puso rojo y se levantó de la silla.
—¡Eh! Llévate ese bollito. Aquí no se tira comida, y menos tú que eres mi hijo.
Daruu se dio la vuelta, cogió el bollo, le propinó un rabioso bocado, y se dirigió hacia la puerta que conducía a las escaleras ascendentes hacia casa.
Se limpió el azúcar glaseado con la manga y cogió el pergamino de su abuela. Se sentó en la cama, cansado por todo el ajetreo de aquél día, y desenrolló el papel. Sesudo, entrecerró los ojos, mirando de nuevo aquél extraño símbolo y preguntándose qué sentido tenía haber podido abrir aquél armario si ahora no era capaz ni de desencriptar aquellas complicadas fórmulas.
Y entonces lo entendió. Había tenido sentido abrir el armario.
Daruu activó su Byakugan. Y se vio lejos, en otra parte.
El remolino de imágenes y voces inconexas se disipó. Daruu cayó de bruces sobre el suelo de un tatami que conocía muy bien. Pero éste estaba en mejor estado. Se levantó, confuso, con la vista emborronada, y miró a su alrededor. Desde luego, estaba en la casa de su abuela. Pero todo estaba un poco... extraño. Como... ¿muy nuevo?
—Hyuuga de mi sangre —Una mujer que se parecía bastante a su madre, una imagen al noventa por cien clavada, si no llega a ser por el cabello, que era más largo y totalmente liso, se erigía ante él vestida con un kimono plateado. Le mostraba la palma de una mano en lo que parecía ser una especie de kata de combate—. Has abierto bien los ojos.
Daruu, respirando de forma agitada mientras su cerebro intentaba procesar y entender toda la información que le estaba llegando, no pudo hacer otra cosa que colocar su cuerpo en la misma posición que la mujer, de forma torpe pero cuidadosamente medida.
—Ahora, aprenderás de mi experiencia, tal y como te prometí.
Kiroe salió de la cocina y dio dos palmadas que atrajeron la atención del improvisado público.
—¡Vamos, vamos! ¡Aquí no hay nada que ver! ¡Vuelvan todos a socializar, corran, que se les está cayendo la baba con tanto show!
La clientela, avergonzada, volvió a sus batidos, cafés, bollos y conversaciones. Kiroe saltó la barra elegantemente y caminó hacia la mesa donde Daruu estaba sentado. Se sentó.
—¿Por qué la has ayudado a huir?
—¡No lo he hecho, de verdad, mamá! —contestó Daruu, indignado—. Sólo quería ayudarla a entrenar. Sólo la convencí para que volviera a su casa invitándola a chocolate, y a regañadientes. Yo mismo le dije que tenía que volver. Créeme.
—Sí —suspiró Kiroe. Cogió el taiyaki a medias de Ayame y le dio un bocado—. Yo también intento convencer a los hombres con chocolate.
—¡Jo, mamá, que no es eso! —Daruu se puso rojo y se levantó de la silla.
—¡Eh! Llévate ese bollito. Aquí no se tira comida, y menos tú que eres mi hijo.
Daruu se dio la vuelta, cogió el bollo, le propinó un rabioso bocado, y se dirigió hacia la puerta que conducía a las escaleras ascendentes hacia casa.
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Se limpió el azúcar glaseado con la manga y cogió el pergamino de su abuela. Se sentó en la cama, cansado por todo el ajetreo de aquél día, y desenrolló el papel. Sesudo, entrecerró los ojos, mirando de nuevo aquél extraño símbolo y preguntándose qué sentido tenía haber podido abrir aquél armario si ahora no era capaz ni de desencriptar aquellas complicadas fórmulas.
Y entonces lo entendió. Había tenido sentido abrir el armario.
Daruu activó su Byakugan. Y se vio lejos, en otra parte.
···
El remolino de imágenes y voces inconexas se disipó. Daruu cayó de bruces sobre el suelo de un tatami que conocía muy bien. Pero éste estaba en mejor estado. Se levantó, confuso, con la vista emborronada, y miró a su alrededor. Desde luego, estaba en la casa de su abuela. Pero todo estaba un poco... extraño. Como... ¿muy nuevo?
—Hyuuga de mi sangre —Una mujer que se parecía bastante a su madre, una imagen al noventa por cien clavada, si no llega a ser por el cabello, que era más largo y totalmente liso, se erigía ante él vestida con un kimono plateado. Le mostraba la palma de una mano en lo que parecía ser una especie de kata de combate—. Has abierto bien los ojos.
Daruu, respirando de forma agitada mientras su cerebro intentaba procesar y entender toda la información que le estaba llegando, no pudo hacer otra cosa que colocar su cuerpo en la misma posición que la mujer, de forma torpe pero cuidadosamente medida.
—Ahora, aprenderás de mi experiencia, tal y como te prometí.