11/04/2017, 05:38
Varios días antes de que Taeko llegara a Yukio, en las tierras al norte, tuvo una pequeña aventura en el País de la Tierra.
En su meta de recorrer sitios lejanos tal como había hecho su madre años atrás, la peliplateada llegó a Notsuba, una bella ciudad instalada en un hermoso valle, contra el acantilado. Notsuba tenía varias plazas amplias, construidas contra la roca de la montaña. Muchas sirven como simples lugares para pasar el rato, o para entrenar combate. Otras están repletas de vendedores y comercios, y son bastante útiles para la estabilidad económica de la ciudad.
Después de algunas horas de explorar y comprar algunos adornos y broches muy bonitos, se sentó al borde de una de las explanadas, cerca del barandal que protegía a las personas de caer varios metros hacia abajo, entre los árboles y rocas. Sacó un pliego de pergamino, un grueso pincel y un frasco de tinta. Mojó el pincel en el negro líquido, respiró hondo, le echó un vistazo al valle por encima del barandal de la explanada y comenzó a trazar.
El shōdō era tan relajante para ella. El sentir la tinta manchar el papel con elegancia, mover las cerdas contra el pergamino de manera grácil. Lo disfrutaba aún más al estar en un lugar como ése: exótico y lejano, pero bello a la vez. Pensó por un momento que debió de haber escogido una explanada más tranquila, y no aquella donde revoloteaba la gente y el bullicio no podía ignorarse. Sin embargo, después de pensarlo unos segundos se dijo que había sido eso lo que le hizo quedarse allí: el ruido, la esencia sonora de la gente. A veces molesta, a veces tan maravillosa. Una esencia que ella nunca tendría. Podía escuchar a un niño pedirle a su mamá otra bolita de dango. Podía escuchar a varios clientes regatear precios de joyas extranjeras. Podía escuchar a un señor en una carreta discutir con un vendedor de hierbas. No hacía falta tener buen oído, solo saber enfocarse bien.
Ataviada con un hanfu verde esmeralda, que le llegaba hasta las pantorrillas, y un pantalón blanco, Taeko había cubierto la placa de su bandana ninja, la cual portaba en su obi, con una tela amarilla de adorno. No quería llamar la atención por ser una kunoichi. Por el momento solo quería disfrutar de aquel ambiente.
”Aunque esos dos llevan un rato discutiendo… Me pregunto sobre qué hablan. ¿Necesitarán ayuda?” se dijo, viendo de reojo al señor de la carreta y al comerciante de hierbas, ambos hacían ademanes y alzaban la voz a momentos, aunque la situación nunca pasó de eso, una discusión.
Taeko terminó de escribir en su pergamino. Los kanji de higanbana se mostraban ante ella. La higanbana, conocida como “flor del equinoccio”, o “flor del infierno”, no es otra que el lirio araña rojo. Una flor roja, bonita y curiosa, rodeada de misticismo. Se dice que florece en el camino cuando te alejas de alguien a quien nunca más volverás a ver en la vida.
”Higanbana. Higanbana. Es una palabra tan poética. Higanbana.”
En su meta de recorrer sitios lejanos tal como había hecho su madre años atrás, la peliplateada llegó a Notsuba, una bella ciudad instalada en un hermoso valle, contra el acantilado. Notsuba tenía varias plazas amplias, construidas contra la roca de la montaña. Muchas sirven como simples lugares para pasar el rato, o para entrenar combate. Otras están repletas de vendedores y comercios, y son bastante útiles para la estabilidad económica de la ciudad.
Después de algunas horas de explorar y comprar algunos adornos y broches muy bonitos, se sentó al borde de una de las explanadas, cerca del barandal que protegía a las personas de caer varios metros hacia abajo, entre los árboles y rocas. Sacó un pliego de pergamino, un grueso pincel y un frasco de tinta. Mojó el pincel en el negro líquido, respiró hondo, le echó un vistazo al valle por encima del barandal de la explanada y comenzó a trazar.
El shōdō era tan relajante para ella. El sentir la tinta manchar el papel con elegancia, mover las cerdas contra el pergamino de manera grácil. Lo disfrutaba aún más al estar en un lugar como ése: exótico y lejano, pero bello a la vez. Pensó por un momento que debió de haber escogido una explanada más tranquila, y no aquella donde revoloteaba la gente y el bullicio no podía ignorarse. Sin embargo, después de pensarlo unos segundos se dijo que había sido eso lo que le hizo quedarse allí: el ruido, la esencia sonora de la gente. A veces molesta, a veces tan maravillosa. Una esencia que ella nunca tendría. Podía escuchar a un niño pedirle a su mamá otra bolita de dango. Podía escuchar a varios clientes regatear precios de joyas extranjeras. Podía escuchar a un señor en una carreta discutir con un vendedor de hierbas. No hacía falta tener buen oído, solo saber enfocarse bien.
Ataviada con un hanfu verde esmeralda, que le llegaba hasta las pantorrillas, y un pantalón blanco, Taeko había cubierto la placa de su bandana ninja, la cual portaba en su obi, con una tela amarilla de adorno. No quería llamar la atención por ser una kunoichi. Por el momento solo quería disfrutar de aquel ambiente.
”Aunque esos dos llevan un rato discutiendo… Me pregunto sobre qué hablan. ¿Necesitarán ayuda?” se dijo, viendo de reojo al señor de la carreta y al comerciante de hierbas, ambos hacían ademanes y alzaban la voz a momentos, aunque la situación nunca pasó de eso, una discusión.
Taeko terminó de escribir en su pergamino. Los kanji de higanbana se mostraban ante ella. La higanbana, conocida como “flor del equinoccio”, o “flor del infierno”, no es otra que el lirio araña rojo. Una flor roja, bonita y curiosa, rodeada de misticismo. Se dice que florece en el camino cuando te alejas de alguien a quien nunca más volverás a ver en la vida.
”Higanbana. Higanbana. Es una palabra tan poética. Higanbana.”
SILENCE
〘When deed speaks, words are nothing.〙
"Pienso" (thistle) ❀ ≫Escribo (orchid)
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