28/04/2017, 20:17
Era increíble lo diferente que parecía el hostal visto desde fuera y una vez dentro. Debería haber pasado por una posada humilde, incluso cabría esperarse que el mobiliario estuviera ya viejo y carcomido por el paso de los años, que la cama hubiese sido comida por las chinches, que la comida estuviera fría e insípida... Pero hasta el momento, Ayame estaba encontrando todo lo opuesto a aquello. Y el comedor no era una excepción. Casi se sentía como si estuviera alojada en un hotel dentro de la misma capital.
Amplio, impecable, acogedor. Aquellos tres adjetivos eran los más apropiados para describir aquel salón. Ocho mesas se distribuían en el espacio, sólo dos de ellas ocupadas en aquel momento.
—Bienvenida —Un hombre adulto se había acercado a ella. A juzgar por sus formas y por su vestimenta, debía de ser el encargado de atender a los clientes. Con una sonrisa amable, la acompañó hasta la mesa más cercana, la invitó a tomar asiento y dispuso la carta sobre ella—. Mi nombre es Jozu, y seré su mesero ésta tarde. En un momento le traigo agua, y una canasta de pan.
—Muchas gracias, Jozu-san —respondió, con una sonrisa cortés.
Iba a sentarse, pero justo entonces una mano se posó sobre el hombro de Jozu. Una mano azul. Ayame, sobresaltada como si hubiese sido ella misma la que había recibido el apretujón, miró a la espalda de Jozu. Se encontró ante un chico que ella ya había visto anteriormente. Era de su misma edad, aproximadamente, y siempre tenía aquella fanfarrona sonrisa surcada de dientes afilados como navajas en su rostro. En su frente lucía con orgullo la bandana de Amegakure, sujetando su cabello, lacio y de un extraño color azulado, que caía tras su espalda como una cascada. Pero más extraña era su piel, azul como la de un hombre ahogado.
—Oh, Jozu-san. ¿Por qué no traes una jarra extra de agua, por favor? Me parece que hará falta, la señorita y yo tomaremos el almuerzo juntos —Ayame no había invitado a nadie a que la acompañara en aquel viaje, pero no dijo nada cuando el hombre-tiburón se sentó en una de las sillas y le señaló un asiento.
Ella se sentó en el lado opuesto, todo lo lejos que fue capaz.
—Bueno, paisana; sé bienvenida al pueblo más insulso de todo el país de la Tormenta. O del Viento, la verdad es que no estoy del todo seguro.
—Yo creo que es un pueblo interesante —objetó ella, encogiendo ligeramente los hombros en una posición casi defensiva.
Pero él no parecía estar interesado en su opinión. La observaba con sus pequeños ojos de escualo.
—Oye, ¿nos conocemos?
Ayame tensó aún más los músculos.
—Soy Aotsuki Ayame —respondió, con lengua cortante.
Lo cierto es que ambos habían coincidido en la academia, aunque no habían llegado a intercambiar conversación alguna. Y eso era porque Ayame le había estado rehuyendo a propósito durante todos aquellos años. Nunca le había hecho nada, pero aquella mirada de superioridad, aquella actitud chulesca y aquella sonrisa socarrona le recordaba terriblemente a la misma actitud que lucían los chicos que le habían hecho aquella época... inolvidable.
—Tú eres... ¿Carpín-san?
Amplio, impecable, acogedor. Aquellos tres adjetivos eran los más apropiados para describir aquel salón. Ocho mesas se distribuían en el espacio, sólo dos de ellas ocupadas en aquel momento.
—Bienvenida —Un hombre adulto se había acercado a ella. A juzgar por sus formas y por su vestimenta, debía de ser el encargado de atender a los clientes. Con una sonrisa amable, la acompañó hasta la mesa más cercana, la invitó a tomar asiento y dispuso la carta sobre ella—. Mi nombre es Jozu, y seré su mesero ésta tarde. En un momento le traigo agua, y una canasta de pan.
—Muchas gracias, Jozu-san —respondió, con una sonrisa cortés.
Iba a sentarse, pero justo entonces una mano se posó sobre el hombro de Jozu. Una mano azul. Ayame, sobresaltada como si hubiese sido ella misma la que había recibido el apretujón, miró a la espalda de Jozu. Se encontró ante un chico que ella ya había visto anteriormente. Era de su misma edad, aproximadamente, y siempre tenía aquella fanfarrona sonrisa surcada de dientes afilados como navajas en su rostro. En su frente lucía con orgullo la bandana de Amegakure, sujetando su cabello, lacio y de un extraño color azulado, que caía tras su espalda como una cascada. Pero más extraña era su piel, azul como la de un hombre ahogado.
—Oh, Jozu-san. ¿Por qué no traes una jarra extra de agua, por favor? Me parece que hará falta, la señorita y yo tomaremos el almuerzo juntos —Ayame no había invitado a nadie a que la acompañara en aquel viaje, pero no dijo nada cuando el hombre-tiburón se sentó en una de las sillas y le señaló un asiento.
Ella se sentó en el lado opuesto, todo lo lejos que fue capaz.
—Bueno, paisana; sé bienvenida al pueblo más insulso de todo el país de la Tormenta. O del Viento, la verdad es que no estoy del todo seguro.
—Yo creo que es un pueblo interesante —objetó ella, encogiendo ligeramente los hombros en una posición casi defensiva.
Pero él no parecía estar interesado en su opinión. La observaba con sus pequeños ojos de escualo.
—Oye, ¿nos conocemos?
Ayame tensó aún más los músculos.
—Soy Aotsuki Ayame —respondió, con lengua cortante.
Lo cierto es que ambos habían coincidido en la academia, aunque no habían llegado a intercambiar conversación alguna. Y eso era porque Ayame le había estado rehuyendo a propósito durante todos aquellos años. Nunca le había hecho nada, pero aquella mirada de superioridad, aquella actitud chulesca y aquella sonrisa socarrona le recordaba terriblemente a la misma actitud que lucían los chicos que le habían hecho aquella época... inolvidable.
—Tú eres... ¿Carpín-san?