19/05/2017, 16:03
El tiempo era imparable. Siempre hacia delante, siempre directo hasta donde el destino nos quisiera llevar. Llevaban unas semanas que habían sido una maldita locura, pero el tiempo seguía corriendo, no les daba un margen ni un descanso. El espectaculo debía continuar aunque la directora hubiera sido apuñalada en el corazón y el subdirector un traidor demostrado y ejecutado.
A lo mejor en su momento me había dejado llevar por el odio de una forma desmedida. Pero es que no era nada justo, ahora acababa de perder tambien a quien supuse que sería mi nuevo kage, más fuerte que Shiona. El destino me demostraba de nuevo que solo la sangre de Uzumaki Shiona podía cobijar mi confianza, con Uzumaki Gouna como su sucesora.
Gouna hablaba de confiar en la paz y no abrir conflictos innecesarios con las otras villas, y eso no me convencía del todo. Todos parecían confiar en eso sin más, ¿acaso era yo el único que no podía fiarse de las otras villas?
Una rafaga de viento me sacó de mi ensimismamiento.
— Un... Dos... Tres... ¡AL AGUA!
Mi cuerpo reaccionó solo, no fue una cuestión de percepción ni de agilidad, sino que cada celula de mi cuerpo quería verla, y así en un milisegundo me encontraba de pie, observando como la silueta más hermosa de la villa se dirigía hacia el mar.
Saltó desde un edificio cercano hasta aterrizar en el agua, por primera vez, el tiempo pareció ralentizarse cuando la luz de la luna se reflejó sobre la figura de Furukawa Eri. Tan hermosa, tan radiante, tan inocente, tan feliz. Todas mis dudas sobre mis decisiones politicas y etica extranjera desaparecieron igual que un Bunshin, con una nube muda.
Ahora, mi cuerpo se deleitaba de haber visto lo que había visto y mi mente se pausaba en mi eterno dilema. ¿Qué le digo a Eri?
Una lagrima cayó por mi mejilla mientras mis ojos seguían clavados en el punto exacto donde la luna y la perfección se habían cruzado. La escuchaba chapotear, el tiempo había seguido adelante y yo era el que se había parado, de nuevo.
Apreté los puños a la par que los dientes, quería ir, quería decirle todo lo que pienso, todo lo que llevo pensando desde hace tanto. Que la quiero, que quiero tener el honor de ver su sonrisa durante el resto de su vida, que quiero ser el guardían de su felicidad, que quiero saberlo todo sobre ella, qué piensa, qué siente, qué le gusta y qué no y por qué. Que sin ella no sé si vale la pena Uzushiogakure ya. Que quiero decirle un montón de cosas que significan exactamente lo mismo pero de una forma más bonita y más perfecta cada día para intentar reflejar la imagen que mis ojos me transmiten de ella.
Hasta que algún día, consiga que de mi boca salgan las palabras exactas, en una combinación tan bella que haga llorar a los sordos por no poder oirlas, y en ese momento, con ella como musa y como madre de dichas palabras, pueda entender cómo puede una chica tan bondadosa ser tan hermosa, cómo he podido deleitarme con su visión divina siendo yo tan humano y miserable, qué clase de dios bondadoso me dio tal regalo.
Y qué clase de demonio encadenó mi mente a un cuerpo que se paraliza cuando pienso en decirle estas palabras a ella.
Ahí me quedé, con los pies descalzos clavados en la arena y los ojos clavados a esos pies, chillandoles en silencio que se movieran. Con la capucha de la sudadera negra puesta y una camiseta carmesí de manga corta debajo, unos pantalones igual de negros que la sudadera e igual de cortos que la camiseta y nada más. Sin bandana, sin portaobjetos y sin Kodachi.
A lo mejor en su momento me había dejado llevar por el odio de una forma desmedida. Pero es que no era nada justo, ahora acababa de perder tambien a quien supuse que sería mi nuevo kage, más fuerte que Shiona. El destino me demostraba de nuevo que solo la sangre de Uzumaki Shiona podía cobijar mi confianza, con Uzumaki Gouna como su sucesora.
Gouna hablaba de confiar en la paz y no abrir conflictos innecesarios con las otras villas, y eso no me convencía del todo. Todos parecían confiar en eso sin más, ¿acaso era yo el único que no podía fiarse de las otras villas?
Una rafaga de viento me sacó de mi ensimismamiento.
— Un... Dos... Tres... ¡AL AGUA!
Mi cuerpo reaccionó solo, no fue una cuestión de percepción ni de agilidad, sino que cada celula de mi cuerpo quería verla, y así en un milisegundo me encontraba de pie, observando como la silueta más hermosa de la villa se dirigía hacia el mar.
Saltó desde un edificio cercano hasta aterrizar en el agua, por primera vez, el tiempo pareció ralentizarse cuando la luz de la luna se reflejó sobre la figura de Furukawa Eri. Tan hermosa, tan radiante, tan inocente, tan feliz. Todas mis dudas sobre mis decisiones politicas y etica extranjera desaparecieron igual que un Bunshin, con una nube muda.
Ahora, mi cuerpo se deleitaba de haber visto lo que había visto y mi mente se pausaba en mi eterno dilema. ¿Qué le digo a Eri?
Una lagrima cayó por mi mejilla mientras mis ojos seguían clavados en el punto exacto donde la luna y la perfección se habían cruzado. La escuchaba chapotear, el tiempo había seguido adelante y yo era el que se había parado, de nuevo.
Apreté los puños a la par que los dientes, quería ir, quería decirle todo lo que pienso, todo lo que llevo pensando desde hace tanto. Que la quiero, que quiero tener el honor de ver su sonrisa durante el resto de su vida, que quiero ser el guardían de su felicidad, que quiero saberlo todo sobre ella, qué piensa, qué siente, qué le gusta y qué no y por qué. Que sin ella no sé si vale la pena Uzushiogakure ya. Que quiero decirle un montón de cosas que significan exactamente lo mismo pero de una forma más bonita y más perfecta cada día para intentar reflejar la imagen que mis ojos me transmiten de ella.
Hasta que algún día, consiga que de mi boca salgan las palabras exactas, en una combinación tan bella que haga llorar a los sordos por no poder oirlas, y en ese momento, con ella como musa y como madre de dichas palabras, pueda entender cómo puede una chica tan bondadosa ser tan hermosa, cómo he podido deleitarme con su visión divina siendo yo tan humano y miserable, qué clase de dios bondadoso me dio tal regalo.
Y qué clase de demonio encadenó mi mente a un cuerpo que se paraliza cuando pienso en decirle estas palabras a ella.
Ahí me quedé, con los pies descalzos clavados en la arena y los ojos clavados a esos pies, chillandoles en silencio que se movieran. Con la capucha de la sudadera negra puesta y una camiseta carmesí de manga corta debajo, unos pantalones igual de negros que la sudadera e igual de cortos que la camiseta y nada más. Sin bandana, sin portaobjetos y sin Kodachi.
—Nabi—