5/07/2017, 13:32
(Última modificación: 29/07/2017, 02:44 por Amedama Daruu.)
Ambos terminaron por dormirse bajo el amparo de la luna y de las estrellas que les observaban desde lo alto del cielo. Así, la noche dio paso a la mañana. Y la luna le cedió el turno de vigía al sol, que comenzaba a desperzarse en el horizonte. En algún momento de la noche Ayame se había dado la vuelta en sueños y, sin siquiera ser consciente de ello, había terminado acurrucada junto a Daruu.
Para su desgracia, el apacible sueño se vio roto en mil pedazos de repente cuando un aullido la arrancó de él. Sobresaltada, Ayame se reincorporó. Y a punto había estado de licuar su cuerpo cuando se dio cuenta de que no había ningún peligro a la vista.
Sólo estaban Daruu, yaciendo en el suelo con los brazos extendidos, y su tío riendo a mandíbula batiente mientras se acariciaba con gesto de dolor la frente.
—¡Jajaja, me preguntaba si ya estaríais despiertos, dormilones! —exclamó Karoi.
—¿¡Y no tenías otra forma que mirándome a la cara fijamente!? —replicó Daruu, chasqueando la lengua con fastidio. En ese momento sus miradas se cruzaron. Ayame enrojeció a la velocidad de un hierro al fuego y Daruu se puso de pie de golpe y se encaminó hacia la cabaña—. Buenoaúnnosquedaviajeasíquevamosacogerlascosas.
—¿Seguro que no sois novios, ni nada por el estilo? —preguntó Karoi, con cierto retintín.
—C... ¡Calla! —Ayame se levantó de golpe como si le hubieran pinchado en el culo con un alfiler y siguió los pasos de su compañero para recoger sus cosas y reemprender el viaje hacia el Valle de los Dojos.
Habían salido sobre las nueve de la mañana y, pocas horas después, ya habían llegado a los pies de la colosal cordillera que rodeaba el valle y que se alzaba ante ellos como titanes de roca. Sin embargo, aún tuvieron que rodearla para encontrar la entrada: un pasillo formado por el corte perfecto de las paredes de la montaña y, al final del mismo, un auténtico mar de hierba verde cuyas ondulaciones al viento se asemejaban a las olas.
Ambos chicos se habían quedado estupefactos admirando la maravilla que tenían frente a sus ojos, pero Karoi carraspeó tras ellos, despertándolos de su ensoñamiento. Ayame se volvió, bastante apenada. Había conocido a su tío el día anterior, pero se había sentido bastante cómoda a su paso. Pensar que se iban a tener que separar tan pronto, sin saber cuándo se volverían a ver...
—Gracias por acompañarnos, Karoi-san.
—¡Ha sido un placer chicos! Ahora debéis esforzaros y darlo todo en el torneo, ¿sí? —les sonrió, y palmeó el brazo derecho de Ayame, que sintió un calambre de dolor a través de las vendas que le recorrió desde las puntas de los pies hasta la cabeza.
—S... ¡Sí! —respondió la kunoichi, con todo su esfuerzo. Sin embargo, enseguida se recuperó y miró a su tío a los ojos—. ¿Vendrás a vernos al torneo?
El semblante de su tío se ensombreció repentinamente, pero enseguida volvió a sonreír.
—Lo intentaré, pequeñaja. Venga! ¡No os entretengáis por más tiempo, ¿sí? —exclamó, empujándolos hacia la entrada del valle.
Karoi los despidió agitando la mano en el aire. Cuando Ayame se volvió por última vez, su tío ya les había dado la espalda y se alejaba con paso calmado. A la altura de su cintura, asomando por debajo de la camiseta que vestía aquel día, una máscara con la forma de la cabeza de un caballito de mar le devolvía una mirada de ojos vacíos.
«No puede ser...» Pensó Ayame, pálida como la leche.
Acababa de recordar de qué le sonaba la voz de Karoi, por qué le había resultado familiar su forma de hablar... Y se acababa de dar cuenta de que ya se conocían de antes.
Pese al tiempo que había pasado. Ayame no había borrado aquel recuerdo de su memoria.
Para su desgracia, el apacible sueño se vio roto en mil pedazos de repente cuando un aullido la arrancó de él. Sobresaltada, Ayame se reincorporó. Y a punto había estado de licuar su cuerpo cuando se dio cuenta de que no había ningún peligro a la vista.
Sólo estaban Daruu, yaciendo en el suelo con los brazos extendidos, y su tío riendo a mandíbula batiente mientras se acariciaba con gesto de dolor la frente.
—¡Jajaja, me preguntaba si ya estaríais despiertos, dormilones! —exclamó Karoi.
—¿¡Y no tenías otra forma que mirándome a la cara fijamente!? —replicó Daruu, chasqueando la lengua con fastidio. En ese momento sus miradas se cruzaron. Ayame enrojeció a la velocidad de un hierro al fuego y Daruu se puso de pie de golpe y se encaminó hacia la cabaña—. Buenoaúnnosquedaviajeasíquevamosacogerlascosas.
—¿Seguro que no sois novios, ni nada por el estilo? —preguntó Karoi, con cierto retintín.
—C... ¡Calla! —Ayame se levantó de golpe como si le hubieran pinchado en el culo con un alfiler y siguió los pasos de su compañero para recoger sus cosas y reemprender el viaje hacia el Valle de los Dojos.
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Habían salido sobre las nueve de la mañana y, pocas horas después, ya habían llegado a los pies de la colosal cordillera que rodeaba el valle y que se alzaba ante ellos como titanes de roca. Sin embargo, aún tuvieron que rodearla para encontrar la entrada: un pasillo formado por el corte perfecto de las paredes de la montaña y, al final del mismo, un auténtico mar de hierba verde cuyas ondulaciones al viento se asemejaban a las olas.
Ambos chicos se habían quedado estupefactos admirando la maravilla que tenían frente a sus ojos, pero Karoi carraspeó tras ellos, despertándolos de su ensoñamiento. Ayame se volvió, bastante apenada. Había conocido a su tío el día anterior, pero se había sentido bastante cómoda a su paso. Pensar que se iban a tener que separar tan pronto, sin saber cuándo se volverían a ver...
—Gracias por acompañarnos, Karoi-san.
—¡Ha sido un placer chicos! Ahora debéis esforzaros y darlo todo en el torneo, ¿sí? —les sonrió, y palmeó el brazo derecho de Ayame, que sintió un calambre de dolor a través de las vendas que le recorrió desde las puntas de los pies hasta la cabeza.
—S... ¡Sí! —respondió la kunoichi, con todo su esfuerzo. Sin embargo, enseguida se recuperó y miró a su tío a los ojos—. ¿Vendrás a vernos al torneo?
El semblante de su tío se ensombreció repentinamente, pero enseguida volvió a sonreír.
—Lo intentaré, pequeñaja. Venga! ¡No os entretengáis por más tiempo, ¿sí? —exclamó, empujándolos hacia la entrada del valle.
Karoi los despidió agitando la mano en el aire. Cuando Ayame se volvió por última vez, su tío ya les había dado la espalda y se alejaba con paso calmado. A la altura de su cintura, asomando por debajo de la camiseta que vestía aquel día, una máscara con la forma de la cabeza de un caballito de mar le devolvía una mirada de ojos vacíos.
«No puede ser...» Pensó Ayame, pálida como la leche.
Acababa de recordar de qué le sonaba la voz de Karoi, por qué le había resultado familiar su forma de hablar... Y se acababa de dar cuenta de que ya se conocían de antes.
Pese al tiempo que había pasado. Ayame no había borrado aquel recuerdo de su memoria.