8/11/2017, 12:05
(Última modificación: 8/11/2017, 12:06 por Aotsuki Ayame.)
—Ahora cuando nos toque preguntamos —respondió la pelirroja, y Ayame dejó escapar el aire de sus pulmones al verla botar con aquella ilusión e impaciencia entremezcladas.
Después de dos grupos más, les llegó su turno. Ayame, rígida como un palo, avanzó temblorosa detrás de Eri, que prácticamente se abalanzó sobre la mesa de inscripción. Allí les aguardaban tres personas: en el centro, un hombre regordete y sin un solo pelo en la cabeza alzó la cabeza para recibirlas con una cálida sonrisa por debajo de un poblado bigote, a su derecha una mujer increíblemente delgada las miraba con cierto recelo detrás de unas extravagantes gafas, y a su izquierda otro hombre que parecía cansado de estar allí tanto tiempo.
—Nombres, por favor —pidió el hombre calvo.
Afortunadamente, fue Eri la que respondió. A Ayame se le habían atragantado las palabras en la garganta.
—Uzumaki Eri y Aotsuki Ayame.
—Bien, tomad vuestros pases, actuaréis las décimo quintas, mucha suerte —completó, de forma tan automatizada que cualquiera podría haberle confundido por un robot.
Sin embargo, lejos de importarle, ambas muchachas se alejaron de la mesa con los pases en la mano. Nuevamente, Eri iba dando saltitos de alegría mientras Ayame contemplaba con absoluto horror el papel que llevaba en su mano y en el que figuraba su nombre.
—¡Vamos, que aún tenemos tiempo!
Con un brinco, Ayame asintió varias veces. Miró a su alrededor y entonces se alejó de la cola para avanzar hacia detrás del escenario, en un pequeño rincón donde no había tanta gente como alrededor de la mesa de inscripción. Enseguida se metió en una pequeña callejuela entre dos edificios contiguos. No estaban tan lejos del lugar de la exhibición como para no enterarse de cuándo debían volver, pero tampoco estaban tan cerca de oídos ajenos que pudieran interrumpirlas.
—¿Qué... te parece aquí, Eri-san?
Después de dos grupos más, les llegó su turno. Ayame, rígida como un palo, avanzó temblorosa detrás de Eri, que prácticamente se abalanzó sobre la mesa de inscripción. Allí les aguardaban tres personas: en el centro, un hombre regordete y sin un solo pelo en la cabeza alzó la cabeza para recibirlas con una cálida sonrisa por debajo de un poblado bigote, a su derecha una mujer increíblemente delgada las miraba con cierto recelo detrás de unas extravagantes gafas, y a su izquierda otro hombre que parecía cansado de estar allí tanto tiempo.
—Nombres, por favor —pidió el hombre calvo.
Afortunadamente, fue Eri la que respondió. A Ayame se le habían atragantado las palabras en la garganta.
—Uzumaki Eri y Aotsuki Ayame.
—Bien, tomad vuestros pases, actuaréis las décimo quintas, mucha suerte —completó, de forma tan automatizada que cualquiera podría haberle confundido por un robot.
Sin embargo, lejos de importarle, ambas muchachas se alejaron de la mesa con los pases en la mano. Nuevamente, Eri iba dando saltitos de alegría mientras Ayame contemplaba con absoluto horror el papel que llevaba en su mano y en el que figuraba su nombre.
—¡Vamos, que aún tenemos tiempo!
Con un brinco, Ayame asintió varias veces. Miró a su alrededor y entonces se alejó de la cola para avanzar hacia detrás del escenario, en un pequeño rincón donde no había tanta gente como alrededor de la mesa de inscripción. Enseguida se metió en una pequeña callejuela entre dos edificios contiguos. No estaban tan lejos del lugar de la exhibición como para no enterarse de cuándo debían volver, pero tampoco estaban tan cerca de oídos ajenos que pudieran interrumpirlas.
—¿Qué... te parece aquí, Eri-san?