10/11/2017, 19:34
Completaron poco a poco su tarea. Según iban paseando por las avenidas más atestadas de Amegakure, y al son de los cacareos de Daruu, el carrito fue vaciándose poco a poco. Y al final del día, con una última sonrisa forzada, Ayame sirvió el último bollo de calabaza y vainilla.
—Al fin... —suspiró, permitiéndose el lujo de estirar la espalda cuando el cliente ya se había alejado alegremente con su pedido.
Las luces de las farolas se prendieron entonces, dando por finalizada la jornada, y Daruu y Ayame emprendieron el camino de regreso en silencio. Daruu iba sumido en sus propios pensamientos, Ayame, cabizbaja y con los hombros hundidos, se lamentaba para sus adentros una y otra vez no haber podido probar aquella delicia. Todos los clientes parecían tan contentos después de haber probado los bollitos que habían hecho con su propio esfuerzo y sus propias manos... A ella también le hubiese gustado poder catarlos, y ya no cabía en ella la esperanza de que su hermano le hubiese dejado alguno.
«Jo... Es un glotón. ¡Y un idiota!» Maldijo para sus adentros, inflando los mofletes.
Y entonces pasaron por debajo de la luz de una farola y lo vio. Allí, solo, sobre la última bandeja que habían servido quedaba un único bollo. Un bollo deforme, que apenas llegaba a alcanzar la forma esférica que requería para ser perfecto. Era el primer bollo al que había dado vida con sus manos. Era su bollo.
Ayame tragó saliva con esfuerzo, y con una última sacudida de cabeza, sacó el monedero del bolsillo de su pantalón, dejó varias monedas junto al resto del dinero que habían recaudado con la venta y cogió con suma delicadeza su propia recompensa. Su propio bollo anaranjado y amorfo. Su querido bollo deforme.
Pero justo antes de llevárselo a la boca recordó algo. Sonrió para sí y se detuvo un momento. Necesitaba ambas manos.
—¡Ten! —le dijo a su compañero, tendiéndole la mitad del bollo que acababa de partir. Esbozó una sonrisa nerviosa—. Seguramente no sepa tan bueno como los otros, que estaban mejor hechos pero... tú también te mereces probarlos, Daruu-kun.
—Al fin... —suspiró, permitiéndose el lujo de estirar la espalda cuando el cliente ya se había alejado alegremente con su pedido.
Las luces de las farolas se prendieron entonces, dando por finalizada la jornada, y Daruu y Ayame emprendieron el camino de regreso en silencio. Daruu iba sumido en sus propios pensamientos, Ayame, cabizbaja y con los hombros hundidos, se lamentaba para sus adentros una y otra vez no haber podido probar aquella delicia. Todos los clientes parecían tan contentos después de haber probado los bollitos que habían hecho con su propio esfuerzo y sus propias manos... A ella también le hubiese gustado poder catarlos, y ya no cabía en ella la esperanza de que su hermano le hubiese dejado alguno.
«Jo... Es un glotón. ¡Y un idiota!» Maldijo para sus adentros, inflando los mofletes.
Y entonces pasaron por debajo de la luz de una farola y lo vio. Allí, solo, sobre la última bandeja que habían servido quedaba un único bollo. Un bollo deforme, que apenas llegaba a alcanzar la forma esférica que requería para ser perfecto. Era el primer bollo al que había dado vida con sus manos. Era su bollo.
Ayame tragó saliva con esfuerzo, y con una última sacudida de cabeza, sacó el monedero del bolsillo de su pantalón, dejó varias monedas junto al resto del dinero que habían recaudado con la venta y cogió con suma delicadeza su propia recompensa. Su propio bollo anaranjado y amorfo. Su querido bollo deforme.
Pero justo antes de llevárselo a la boca recordó algo. Sonrió para sí y se detuvo un momento. Necesitaba ambas manos.
—¡Ten! —le dijo a su compañero, tendiéndole la mitad del bollo que acababa de partir. Esbozó una sonrisa nerviosa—. Seguramente no sepa tan bueno como los otros, que estaban mejor hechos pero... tú también te mereces probarlos, Daruu-kun.