18/01/2018, 18:27
Los muchachos caminaron durante una hora bajo la incesante cortina de agua. Para su fortuna, cuando llegaron al segundo santuario la lluvia había amainado considerablemente, y ahora era sólo una fina capa que apenas les molestaba en el rostro. El cielo, antes plagado de nubes oscuras, iba clareándose por algunos puntos; sugiriendo que tal vez pudieran ver la luz del Sol un poco más tarde.
El segundo santuario estaba tan maltrecho como el primero, y no obstante los daños no eran esta vez físicos, sino espirituales. De la estructura material del santuario poco había que arreglar —salvo quizás limpiar las sucias tejas del techo y el cubículo de las ofrendas bajo él—, para lo cual los ninja tenían a su disposición un par de trapos y un balde con agua. Había un detalle, además, que era cuanto menos llamativo... Porque el lugar de las ofrendas yacía completamente vacío.
Sin embargo, no sería eso lo que llamaría la atención de los genin, sino una figura solitaria que yacía de rodillas junto al sitio espiritual. Al acercarse más verían que era un hombre mayor —debía rondar la cincuentena— que vestía ropas sencillas y viejas; probablemente un campesino o trabajador que no tenía para subsistir más que la fuerza de sus brazos y su espalda. Era calvo, y sus ojos marrones estaban surcados de lágrimas.
Sollozaba amargamente, musitando de vez en cuando.
—Ay... Ay, po los dioze... ¿Po qué a mí? —se quejaba—. ¿Qué zerá ahora de mih pobres y muchoh hijoh...? ¿¡PU QUÉ ZEÑÓ, PU QUÉ!?
El segundo santuario estaba tan maltrecho como el primero, y no obstante los daños no eran esta vez físicos, sino espirituales. De la estructura material del santuario poco había que arreglar —salvo quizás limpiar las sucias tejas del techo y el cubículo de las ofrendas bajo él—, para lo cual los ninja tenían a su disposición un par de trapos y un balde con agua. Había un detalle, además, que era cuanto menos llamativo... Porque el lugar de las ofrendas yacía completamente vacío.
Sin embargo, no sería eso lo que llamaría la atención de los genin, sino una figura solitaria que yacía de rodillas junto al sitio espiritual. Al acercarse más verían que era un hombre mayor —debía rondar la cincuentena— que vestía ropas sencillas y viejas; probablemente un campesino o trabajador que no tenía para subsistir más que la fuerza de sus brazos y su espalda. Era calvo, y sus ojos marrones estaban surcados de lágrimas.
Sollozaba amargamente, musitando de vez en cuando.
—Ay... Ay, po los dioze... ¿Po qué a mí? —se quejaba—. ¿Qué zerá ahora de mih pobres y muchoh hijoh...? ¿¡PU QUÉ ZEÑÓ, PU QUÉ!?