27/01/2018, 13:49
Al ver que toda su estrategia quedaba, finalmente, frustrada, el campesino abandonó rápidamente su mueca de pesadumbre para adoptar otra de desilusión. Tenía la sensación de que casi había conseguido sablarle quinientos ryos a aquel ninja de pelo negro, pero finalmente Ralexion había sido lo suficientemente inteligente como para no caer en la trampa.
—Zí home, menudo ninja —masculló el hombre, poniéndose en pie con una agilidad que sorprendía después de ver su supuesto mal estado anímico—. ¡Po no ze zuponía que ehtaban aquí pa' ayudar a la hente! ¡Vaya con loh ninjah ehtoh!
Y así se dio media vuelta y echó a andar por el sendero, en dirección contraria a la que debían tomar los genin, mascullando improperios y maldiciones.
Ritsuko, por su parte, había echado a andar hacia el siguiente santuario. Pero Ralexion no tardaría demasiado en alcanzarla.
A mitad de camino el estómago empezó a rugirles con fuerza. Debía ser ya cerca del mediodía, el cielo clareaba y ahora un viento frío empezaba a levantarse. Por suerte para los muchachos, no tardaron en encontrar un puesto de ramen junto al camino; una carretilla de madera tirada por un buey y que cargaba un puestecito del mismo material, con un toldo de tela plegable y una barra. Tras ella, dentro del puestito, todo lo necesario para cocinar un buen cuenco de fideos.
No había ningún cliente en ese momento, y la dueña —o, al menos, la única persona por allí— se encontraba dentro del puesto jugueteando con algunos mechones de su pelo castaño, que era rizado y le llegaba hasta los hombros. Vestía un típico delantal de cocina blanco y parecía bastante aburrida.
—Zí home, menudo ninja —masculló el hombre, poniéndose en pie con una agilidad que sorprendía después de ver su supuesto mal estado anímico—. ¡Po no ze zuponía que ehtaban aquí pa' ayudar a la hente! ¡Vaya con loh ninjah ehtoh!
Y así se dio media vuelta y echó a andar por el sendero, en dirección contraria a la que debían tomar los genin, mascullando improperios y maldiciones.
Ritsuko, por su parte, había echado a andar hacia el siguiente santuario. Pero Ralexion no tardaría demasiado en alcanzarla.
A mitad de camino el estómago empezó a rugirles con fuerza. Debía ser ya cerca del mediodía, el cielo clareaba y ahora un viento frío empezaba a levantarse. Por suerte para los muchachos, no tardaron en encontrar un puesto de ramen junto al camino; una carretilla de madera tirada por un buey y que cargaba un puestecito del mismo material, con un toldo de tela plegable y una barra. Tras ella, dentro del puestito, todo lo necesario para cocinar un buen cuenco de fideos.
No había ningún cliente en ese momento, y la dueña —o, al menos, la única persona por allí— se encontraba dentro del puesto jugueteando con algunos mechones de su pelo castaño, que era rizado y le llegaba hasta los hombros. Vestía un típico delantal de cocina blanco y parecía bastante aburrida.