1/02/2018, 18:07
El último santuario estaba considerablemente más lejos que todos los demás, casi llegando a Tane-Shigai. Los muchachos caminaron incansablemente durante un buen rato —aunque las piernas ya empezaban a dolerles de tanto andar— hasta que la tarde se les echó encima. Por suerte, el Invierno hacía aquellas horas del día mucho más soportables; una caminata similar en Verano podría haber terminado con ellos mediante deshidratación o insolación.
Cuando intuyeron a lo lejos en el sendero la menuda figura del último santuario, les llamó la atención que había también un nutrido grupo de personas junto a la localización espiritual. Al acercarse pudieron ver que todos eran jóvenes de entre dieciocho y veinte y pico años, que vestían con buenas ropas —aunque algo extravagantes, con colores que no casaban entre sí ni remotamente, pantalones rotos a drede y demás— y llevaban curiosos peinados. Algunos llevaban gafas redondas y grandes, y otros cargaban con maletas de estudiante.
Los genin se aproximaron al lugar, atrayendo la atención de los jóvenes. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca como para que el grupo de muchachos viera sus bandanas, uno de los chavales —que desprendía una inconfundible aura de líder— les señaló con un índice acusatorio.
—¡Ajá! ¡Mirad, compañeros, el Estado opresor nos envía a sus perros para reprimirnos! —soltó.
—Y compañeras —le corrigió una de las muchachas, que llevaba el pelo muy corto y vestía con un jubón masculino.
—Sí, sí, y compañeras —replicó el joven, visiblemente molesto por la interrupción de su colega—. ¡En cualquier caso! ¿Sois vosotros los ninja a los que ese meapilas del Daimyō financia con nuestros impuestos para perpetuar la tiranía de la fe sobre las clases populares?
Si se fijaban más detenidamente, los genin podrían examinar las curiosas facciones del tipo. Llevaba el pelo, castaño, enmarañado y recogido como buenamente podía en una coleta que le llegaba a algo más abajo de los hombro. Del mismo color era su barba, que lucía de forma desarreglada. En las muñecas llevaba varias pulseras —al igual que algunos de los demás jóvenes— y vestía con una camisa blanca lisa.
Cuando intuyeron a lo lejos en el sendero la menuda figura del último santuario, les llamó la atención que había también un nutrido grupo de personas junto a la localización espiritual. Al acercarse pudieron ver que todos eran jóvenes de entre dieciocho y veinte y pico años, que vestían con buenas ropas —aunque algo extravagantes, con colores que no casaban entre sí ni remotamente, pantalones rotos a drede y demás— y llevaban curiosos peinados. Algunos llevaban gafas redondas y grandes, y otros cargaban con maletas de estudiante.
Los genin se aproximaron al lugar, atrayendo la atención de los jóvenes. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca como para que el grupo de muchachos viera sus bandanas, uno de los chavales —que desprendía una inconfundible aura de líder— les señaló con un índice acusatorio.
—¡Ajá! ¡Mirad, compañeros, el Estado opresor nos envía a sus perros para reprimirnos! —soltó.
—Y compañeras —le corrigió una de las muchachas, que llevaba el pelo muy corto y vestía con un jubón masculino.
—Sí, sí, y compañeras —replicó el joven, visiblemente molesto por la interrupción de su colega—. ¡En cualquier caso! ¿Sois vosotros los ninja a los que ese meapilas del Daimyō financia con nuestros impuestos para perpetuar la tiranía de la fe sobre las clases populares?
Si se fijaban más detenidamente, los genin podrían examinar las curiosas facciones del tipo. Llevaba el pelo, castaño, enmarañado y recogido como buenamente podía en una coleta que le llegaba a algo más abajo de los hombro. Del mismo color era su barba, que lucía de forma desarreglada. En las muñecas llevaba varias pulseras —al igual que algunos de los demás jóvenes— y vestía con una camisa blanca lisa.