12/02/2018, 10:44
Sumidos en un tenso silencio, solamente roto por el crujido de los tablones de madera bajo sus pies y el susurro de las olas rompiendo contra el improvisado puente, el trío de shinobi siguió caminando durante un largo rato hacia su desconocido pero inexorable destino. Ayame dubitativa, con los hombros hundidos; Daruu, más seguro sobre el camino a seguir; y ambos abrazados por la brisa gélida de Kōri, que avanzaba como un muro inexpugnable a cualquier tipo de sentimiento. Ninguno de los tres sabía qué les aguardaba en el otro extremo, pero los tres estaban en la misma situación y sabían que debían hacer todo lo posible por salir del lío en el que se habían metido.
Fuera como fuese.
Y, al fin, llegaron. Sus pies acariciaron la arena de una nueva playa en una nueva isla, mucho más grande que donde habían aparecido. Durante un instante, Ayame no pudo evitar preguntarse si aquellas dos serían las únicas islas de aquel mundo falso o si, por el contrario, existiría todo un archipiélago conectado por puentes de madera como el que acababan de cruzar. Se adentraron en la isla y al abandonar la playa continuaron por un sendero de tierra marcado en la tierra que les hizo subir cuesta arriba por una loma que discurría entre peñascos. Terminaron a las pies de una muralla que rodeaba un pueblo al más puro estilo de Shinogi-To, tal y como había descrito Daruu anteriormente, y Ayame sintió un escalofrío. Era una muralla sin vigilantes, como un cascarón roto. Si no hubiese sido por el humo que salía de las chimeneas de las primeras casas, cualquiera habría dicho que aquella era una ciudad fantasma.
Y aquel sentimiento no la alivió. Porque aquella era, efectivamente, una ciudad esqueleto.
De repente les llegó el olor de la carne recién asada. Provenía de la casa más cercana, que tenía toda la apariencia de una taberna como la que se podría encontrar en cualquier ciudad normal. Si no fuera porque Ayame había comido hacía relativamente poco, se habría sentido terriblemente tentada por la idea de comer allí. Pero su cuerpo la traicionaba, y se rendía inevitablemente ante la promesa de calor y una silla en la que sentarse. Kōri avanzó un paso hacia la puerta de entrada.
—V... ¿Vamos a entrar ahí?
Él volvió sus ojos hacia ambos.
—Hemos estado caminando durante un largo rato, necesitamos descansar —explicó, antes de añadir en apenas un susurro—. No encontraremos nada deambulando de un lado para otro, tenemos que comprobar qué clase de lugar es este. Recordad todo lo que hemos hablado.
Ayame agachó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Y cuando su hermano apoyó la mano en la puerta y la abrió, se agazapó tras su espalda. ¿Qué tipo de persona podía llevar una taberna en aquellas condiciones? Si hacían caso a sus suposiciones, las personas que habían terminado en aquel libro habían sido, como poco, ladrones. ¿Habían rehecho su vida allí?
Fuera como fuera, no estaba preparada para encontrarse cara a cara con uno de los dueños de aquellos esqueletos.
Fuera como fuese.
Y, al fin, llegaron. Sus pies acariciaron la arena de una nueva playa en una nueva isla, mucho más grande que donde habían aparecido. Durante un instante, Ayame no pudo evitar preguntarse si aquellas dos serían las únicas islas de aquel mundo falso o si, por el contrario, existiría todo un archipiélago conectado por puentes de madera como el que acababan de cruzar. Se adentraron en la isla y al abandonar la playa continuaron por un sendero de tierra marcado en la tierra que les hizo subir cuesta arriba por una loma que discurría entre peñascos. Terminaron a las pies de una muralla que rodeaba un pueblo al más puro estilo de Shinogi-To, tal y como había descrito Daruu anteriormente, y Ayame sintió un escalofrío. Era una muralla sin vigilantes, como un cascarón roto. Si no hubiese sido por el humo que salía de las chimeneas de las primeras casas, cualquiera habría dicho que aquella era una ciudad fantasma.
Y aquel sentimiento no la alivió. Porque aquella era, efectivamente, una ciudad esqueleto.
De repente les llegó el olor de la carne recién asada. Provenía de la casa más cercana, que tenía toda la apariencia de una taberna como la que se podría encontrar en cualquier ciudad normal. Si no fuera porque Ayame había comido hacía relativamente poco, se habría sentido terriblemente tentada por la idea de comer allí. Pero su cuerpo la traicionaba, y se rendía inevitablemente ante la promesa de calor y una silla en la que sentarse. Kōri avanzó un paso hacia la puerta de entrada.
—V... ¿Vamos a entrar ahí?
Él volvió sus ojos hacia ambos.
—Hemos estado caminando durante un largo rato, necesitamos descansar —explicó, antes de añadir en apenas un susurro—. No encontraremos nada deambulando de un lado para otro, tenemos que comprobar qué clase de lugar es este. Recordad todo lo que hemos hablado.
Ayame agachó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Y cuando su hermano apoyó la mano en la puerta y la abrió, se agazapó tras su espalda. ¿Qué tipo de persona podía llevar una taberna en aquellas condiciones? Si hacían caso a sus suposiciones, las personas que habían terminado en aquel libro habían sido, como poco, ladrones. ¿Habían rehecho su vida allí?
Fuera como fuera, no estaba preparada para encontrarse cara a cara con uno de los dueños de aquellos esqueletos.