24/02/2018, 16:51
La charla continuó. Hablaron de cosas anodinas, de cosas importantes que habían sucedido en Amegakure durante la ausencia de Arashihime y de cómo iba el negocio de la madre de Daruu. Hablaron de sus vidas, anécdotas estúpidas, pero llenas de valor para una kunoichi que esperaba la muerte y nada más que la muerte. Dicho así, resulta triste pensarlo, pero en aquél momento, Daruu se sintió bien, se sintió a gusto. Casi se le había olvidado dónde estaban y por qué estaban allí cuando se puso el sol y Arashihime les hizo acompañarles al piso de arriba.
Un largo pasillo acababa en una puerta abierta donde había una cama de matrimonio, deshecha. Su habitación. Habían hasta cuatro más, todas ellas equipadas con sus propias camas, con armarios, con una televisión y con un sofá largo. Tres de ellas las ocuparían ellos.
Cuando se despidieron y cerró la puerta tras de sí, se acercó a la cama y dejó la mochila tras sus pies. Se dejó caer en el colchón, que sin sorpresa alguna era el más cómodo que había catado su espalda en años.
Y entonces, cayó en la cuenta de algo.
Se levantó y se acercó al televisor. Tomó el mando, que descansaba encima, y lo encendió. Había una imagen de la ciudad, de la plaza central, concretamente. Había una fuente con la escultura de una rana, que echaba agua por la boca. En el bordillo había un hombre sentado. Era el tabernero que les había atendido.
Estaba llorando.
Y Daruu también lloró. Por supuesto, todo aquello no hacía que su enfado pasara, pero por pura empatía, a poco que te parases a pensar todo lo que estaba pasando aquella gente, te dabas cuenta que por muy frito que tuvieran el cerebro había cosas en aquél mundo que no podrían vivir.
«Por muy lujosa que sea una cárcel, sigue siendo una cárcel», comprendió.
Apagó el televisor y volvió a dejar el mando encima. Salió de la habitación y se dirigió a la puerta de la de Ayame.
Toc, toc, toc.
—¿Se puede?
Un largo pasillo acababa en una puerta abierta donde había una cama de matrimonio, deshecha. Su habitación. Habían hasta cuatro más, todas ellas equipadas con sus propias camas, con armarios, con una televisión y con un sofá largo. Tres de ellas las ocuparían ellos.
Cuando se despidieron y cerró la puerta tras de sí, se acercó a la cama y dejó la mochila tras sus pies. Se dejó caer en el colchón, que sin sorpresa alguna era el más cómodo que había catado su espalda en años.
Y entonces, cayó en la cuenta de algo.
Se levantó y se acercó al televisor. Tomó el mando, que descansaba encima, y lo encendió. Había una imagen de la ciudad, de la plaza central, concretamente. Había una fuente con la escultura de una rana, que echaba agua por la boca. En el bordillo había un hombre sentado. Era el tabernero que les había atendido.
Estaba llorando.
Y Daruu también lloró. Por supuesto, todo aquello no hacía que su enfado pasara, pero por pura empatía, a poco que te parases a pensar todo lo que estaba pasando aquella gente, te dabas cuenta que por muy frito que tuvieran el cerebro había cosas en aquél mundo que no podrían vivir.
«Por muy lujosa que sea una cárcel, sigue siendo una cárcel», comprendió.
Apagó el televisor y volvió a dejar el mando encima. Salió de la habitación y se dirigió a la puerta de la de Ayame.
Toc, toc, toc.
—¿Se puede?