14/03/2018, 11:24
Daruu cerró los ojos y se encogió inconscientemente cuando Kori tomó el libro y lo guardó dentro de su bolsa, como si en cualquier momento el sello pudiese reaparecer y volver a atraparlos dentro de aquella pesadilla ilusoria. Por algún motivo, Zetsuo le vino a la mente. Recordó las duras lecciones aprendidas sobre el Genjutsu, las veces que el jounin le despertaba a las tantas de la madrugada para comenzar a atacarle ilusión tras ilusión con visiones más duras cada vez. Y entonces comprendió por qué lo había hecho. Daruu supo, que si no hubiera sido así, quizás no habría soportado la idea de verse atrapado para siempre. Bueno, no la había soportado, pero quizás no habría podido confrontarla. Y si no hubiera visto mil horrores de mano del médico, quizás no hubiera podido aguantarse el asco y la pena al romper el sello de Shiruuba forzando la muerte de aquella gente que ya estaba muerta.
Y aún así había quedado tan mal, tan débil y tan decepcionante.
Sintió la mano de su maestro encima del hombro, tratando de reconfortarle. Hubiese agradecido cualquier muestra de afecto en un momento tan duro como aquél, pero Kori no solía mostrar calidez en ningún aspecto de la vida, palpable o metafórico. Aquél gesto hablaba mucho de él, y Daruu abrazó la buena obra y se esforzó por hacer que valiera la pena, resoplando y comenzando a caminar... en dirección a su mochila.
Sacó la botella de agua y se bebió la mitad de ella. Se la pasó a su sensei e inmediatamente cogió un sandwich y le dio un bocado enorme. El pan estaba mohoso y sabía fatal, pero no le importaba. Necesitaba fuerzas para lo que venía ahora.
—Venga, vamos a ello.
Las súplicas de Ayame cayeron en saco roto. El Gobi sostuvo un tenso silencio. Pero Ayame empezó a sentir cada vez menos rabia. Ahora era más parecido a un... frío rencor.
Ayame se dio cuenta de que ya no estaba en el bosque. No al menos en el mismo bosque de antes. Ya no era de noche. Estaba en un claro, al atardecer, en un bosque de árboles otoñales. El suelo estaba repleto de hojas de tonalidades entre verde pálido, marron, naranja y amarillo. Delante de ella, a unos diez metros, había una gigantesca jaula de madera. Y dentro, al fin lo vio. La vio.
A ese bijuu blanco, mitad caballo mitad delfín, con cinco colas a las espaldas. Se reconoció en aquellos ojos aguamarina, por extraño que suene, y en las sombras rojas de los párpados, sin duda porque las había vestido.
El bosque se deshizo a su alrededor, y cuando volvió al bosquecillo de alrededor de la casa de Shiruuba, ya no la rodeaba aquella capa energizante de chakra. Sintió todo el peso del hambre, y del cansancio, y de la sed, y cayó de rodillas.
Una voz familiar la llamó a sus espaldas.
Y aún así había quedado tan mal, tan débil y tan decepcionante.
Sintió la mano de su maestro encima del hombro, tratando de reconfortarle. Hubiese agradecido cualquier muestra de afecto en un momento tan duro como aquél, pero Kori no solía mostrar calidez en ningún aspecto de la vida, palpable o metafórico. Aquél gesto hablaba mucho de él, y Daruu abrazó la buena obra y se esforzó por hacer que valiera la pena, resoplando y comenzando a caminar... en dirección a su mochila.
Sacó la botella de agua y se bebió la mitad de ella. Se la pasó a su sensei e inmediatamente cogió un sandwich y le dio un bocado enorme. El pan estaba mohoso y sabía fatal, pero no le importaba. Necesitaba fuerzas para lo que venía ahora.
—Venga, vamos a ello.
· · ·
Las súplicas de Ayame cayeron en saco roto. El Gobi sostuvo un tenso silencio. Pero Ayame empezó a sentir cada vez menos rabia. Ahora era más parecido a un... frío rencor.
«¿Cómo no podría ser un monstruo? Todos los humanos lo son...»
«¿Cómo se siente, señorita? Así es como me han tratado toda la vida. Despreciada. Manipulada. Utilizada. Y luego, cuando con derecho propio y justicia arraso sus ciudades y acabo con sus vidas y las de sus hijos... yo soy el monstruo.»
«¿Qué es lo que quiere que pare? Usted es una cárcel para retenerme. Para privarme de la libertad que como todo ser viviente me merezco por mero hecho de ser. ¿Cree que no me gustaría romper mis barrotes en añicos muy pequeños cueste lo que cueste?»
«Cuando flaquee, en cuanto baje la guardia, allí estaré para escurrirme entre los hierros y para abrir el jarrón de carne y hueso que me oprime. No lo dude ni un segundo. Como comprenderá, tengo todo mi derecho de luchar por mí.»
«Es usted muy bondadosa para ser una humana, pero sé que es sólo una apariencia. Flaqueará. Crecerá. Cometerá una crueldad. Y luego otra. Y otra... Y si no lo hace usted, ya se ocupará alguien de su aldea... Volveréis a utilizarme como un arma.»
«Y si crees que ese Pacto ya roto en mil pedazos lo va a detener...»
«...tiempo al tiempo.»
Ayame se dio cuenta de que ya no estaba en el bosque. No al menos en el mismo bosque de antes. Ya no era de noche. Estaba en un claro, al atardecer, en un bosque de árboles otoñales. El suelo estaba repleto de hojas de tonalidades entre verde pálido, marron, naranja y amarillo. Delante de ella, a unos diez metros, había una gigantesca jaula de madera. Y dentro, al fin lo vio. La vio.
A ese bijuu blanco, mitad caballo mitad delfín, con cinco colas a las espaldas. Se reconoció en aquellos ojos aguamarina, por extraño que suene, y en las sombras rojas de los párpados, sin duda porque las había vestido.
«Yo sé su nombre, señorita. Pero yo no me llamo "Gobi". Llamarme Cinco Colas es sólo una forma más de tratarme como un simple objeto.»
«Adiós. Volveremos a vernos, no hay duda...»
El bosque se deshizo a su alrededor, y cuando volvió al bosquecillo de alrededor de la casa de Shiruuba, ya no la rodeaba aquella capa energizante de chakra. Sintió todo el peso del hambre, y del cansancio, y de la sed, y cayó de rodillas.
Una voz familiar la llamó a sus espaldas.