16/06/2018, 18:33
(Última modificación: 16/06/2018, 19:59 por Umikiba Kaido.)
Hubo un tiempo en el que los mares eran dominados por la era de los piratas, que circundaban sus aguas en busca de grandes tesoros y más envidiables aventuras. Navegando cientos y cientos de leguas en olas inexploradas sólo para encontrar nuevas tierras a la vista, y con ellas a mujeres más hermosas, mayores recompensas y manjares exóticos. Cuenta la leyenda que durante una de tantas travesías, el vetusto pirata que se hacía llamar Aohige atracó en una isla melodiosa de cánticos maravillosos. Sin luces, faroles o brújula alguna que guiara su camino durante las noches más tempestuosas, logró llegar allí por la voz de una de ellas.
Aohige lanzó ancla muy a pesar de las advertencias de su teniente, y embelesado, aguardó a que la primera apareciera. Sin nombre pero con el rostro de una diosa, emergió de la mar y cantó para ellos durante tres noches y tres días. Hasta que no quedó ninguno en pie sino el mismísimo capitán, mucho más resistente a los ácaros del ron añejo que parecía haberse extinto de sus bodegas.
Sin la cordura de sus hombres, la criatura invitó a Aohige al agua. Y Aohige accedió. Y entre besos y caricias, o melodiosos susurros al oído, algo sucedió.
Aohige acabó por sucumbir al Lamento de una sirena.
—¡Arrrgh, cállate! —exclamó el tiburón, con la conciencia atizada por los lamentos de Ayame. Su equilibrio brevemente jodido y con la amenaza de una bala de agua acercándose hacia él a una velocidad imposible de evitar. Su pecho estalló en un potente alarido de agua que le dejó un agujero enorme ahí en donde debía estar su corazón, uno que afligido, respondería con la retaliación que se merecía su oponente por habérsela jugado con semejante treta de mujer.
Aunque él también tenía la suya, desde luego.
Un rápido movimiento bastó para que uno de sus kunai saliera disparado hacia el pecho de Ayame, aunque en el momento exacto en el que el filo fue desenvainado, un potente y súbito destello aturdiría a su oponente para cegarla.
Aohige lanzó ancla muy a pesar de las advertencias de su teniente, y embelesado, aguardó a que la primera apareciera. Sin nombre pero con el rostro de una diosa, emergió de la mar y cantó para ellos durante tres noches y tres días. Hasta que no quedó ninguno en pie sino el mismísimo capitán, mucho más resistente a los ácaros del ron añejo que parecía haberse extinto de sus bodegas.
Sin la cordura de sus hombres, la criatura invitó a Aohige al agua. Y Aohige accedió. Y entre besos y caricias, o melodiosos susurros al oído, algo sucedió.
Aohige acabó por sucumbir al Lamento de una sirena.
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—¡Arrrgh, cállate! —exclamó el tiburón, con la conciencia atizada por los lamentos de Ayame. Su equilibrio brevemente jodido y con la amenaza de una bala de agua acercándose hacia él a una velocidad imposible de evitar. Su pecho estalló en un potente alarido de agua que le dejó un agujero enorme ahí en donde debía estar su corazón, uno que afligido, respondería con la retaliación que se merecía su oponente por habérsela jugado con semejante treta de mujer.
Aunque él también tenía la suya, desde luego.
Un rápido movimiento bastó para que uno de sus kunai saliera disparado hacia el pecho de Ayame, aunque en el momento exacto en el que el filo fue desenvainado, un potente y súbito destello aturdiría a su oponente para cegarla.