13/07/2018, 00:55
Seguía sin poder creer la suerte que había tenido.
Ni siquiera entonces, de nuevo de pie frente a la academia mientras esperaba nuevas indicaciones para la que sería la segunda prueba. Ella. Alguien como ella había conseguido la segunda mejor nota. ¿Pero cómo era posible? Había estado segura de que las respuestas a sus preguntas habían sido cortas y pobres, que se había olvidado de varios puntos vitales. Tan sólo había estado segura acerca de la pregunta del código, pues era una respuesta concreta y correcta... No podía entender qué había ocurrido, ella estaba acostumbrada a quedar por detrás de los demás, no delante. Después de todo, ella había sido la que había suspendido el examen de genin tiempo atrás.
Aquellas habían sido las palabras de su padre. Ni una más, ni una menos. Pero no podía quitarle la razón. Aún quedaban dos pruebas más, no podía dormirse en los laureles.
Y así les citaron una semana más tarde, de nuevo, frente a la Academia de las Olas.
«Qué raro... se suponía que la segunda prueba iba a ser más práctica. Al menos eso fue lo que dijo ese tal Ketchupdon. ¿Qué hacemos aquí?» Meditaba para sí misma, profundamente extrañada. De todas maneras, ¿qué querían decir con "más práctica"? No debía de ser un combate, porque se suponía que en aquello consistía la tercera prueba. ¿Acaso se trataría de una demostración de sus habilidades y sus técnicas?
Estaban a punto de descubrirlo.
Entraron en la academia y volvieron a encontrarse con el hombre sin brazo. En aquella ocasión, a Ayame le pareció algo más serio que cuando se presentó ante ellos para llamarles antes de la primera prueba, aunque no podría asegurar que fuera así de verdad o simplemente su impresión después de pasar por la tensión de aquel momento.
—No me miréis así, yo no voy a haceros ninguna prueba más, solo vengo a pasar lista —dijo, haciendo aparecer en su mano la misma hoja que la otra vez—. A diferencia de la última prueba, esta vez al confirmar vuestra presencia os diré con el número del aula en la que pasareis la prueba práctica. Siguiendo el pasillo encontrareis una bifurcación, a la izquierda los impares y a la derecha los pares. Como os he dicho, yo no soy el encargado de puntuar ni siquiera de vigilar, pero me han dado un par de instrucciones previas para vosotros.
«Allá vamos con los suspensos.» Completó en su mente, y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que no se le escapara una risilla.
El hombre sin brazo bajó la mirada hacia el papel y comenzó a leer:
—La primera es, no se aceptan preguntas hasta el final del examen...
«Preguntar: Suspenso.»
—...Y segunda, podéis renunciar a esta prueba en cualquier momento desde ahora, no es eliminatoria pero constaría negativamente para la resolución final. Si alguien quiere irse, ahí tiene la puerta. —Hizo una breve pausa dramática, seguramente esperando la resolución de los genin. Ayame, por supuesto, se mantuvo completamente inmóvil, aunque no se atrevió siquiera a mirar alrededor.
¿Eso que acababa de escuchar era la puerta?
—Bien, empezamos.
Empezó a llamarles, uno a uno. Y su nombre llegó hasta sus oídos antes de lo que habría esperado.
—Aotsuki Ayame, aula dos.
Ella asintió, sin atreverse a hablar siquiera. Con las piernas rígidas como dos palos, la kunoichi se adelantó y echó a andar por el pasillo y se pegó al lado derecho. No le costó encontrar el aula numerada con el 2.
La puerta estaba abierta, y estuvo a punto de arrepentirse de asomarse cuando un penetrante y amargo olor arañó su nariz y le incitó un ataque de tos. Olor a tabaco. Y aquello no era lo peor...
«Oh... no...»
El aula estaba sumida en la oscuridad. No era una oscuridad densa y opresiva como para paralizarla en el sitio; afortunadamente, entraba algo de luz a través de las oscuras persianas que cubrían los enormes ventanales del aula (al menos la suficiente luz como para ver la silueta de las hileras de pupitres que llenaban el lugar) pero sí lo suficiente como para hacerla temblar y no dejarle pensar con claridad.
—Aotsuki Ayame, cierra la puerta y siéntate, por favor.
Aquella voz, extrañamente de mujer y que le resultaba terriblemente familiar, la sobresaltó. Provenía de la cabecera del aula, donde la mesa del profesor había sido sustituida por dos cojines con un pequeño farolillo entre ambos. En uno de esos cojines había una persona sentada, presumiblemente una mujer por la voz que acababa de escuchar pero con el cabello increíblente corto y oscuro que estaba apagando el tabaco en un cenicero que había en el suelo. El humo que salía de sus labios se mezclaba con las luces y sombras que creaba el farol, dando al espacio un aspecto aún más ominoso y confuso...
Casi a regañadientes, Ayame cerró la puerta detrás de sí (oscureciendo aún más la clase) y, como una polilla atraída por la luz de la luna, entró y se dirigió hacia el cojín libre para tomar asiento.
«Y no le valía con un cigarro, no. Tenía dos. Uno en cada mano. Uno para cada pulmón.» No pudo evitar pensar, arrugando la nariz.
"¿Es necesario que esté tan oscuro?", le habría gustado preguntar. Pero enseguida recordó la advertencia del hombre sin brazo: Preguntar, suspenso. Por eso, intentó concentrarse en la luz del farolillo para olvidar los tentáculos de oscuridad que se reunían a su alrededor intentando alcanzarla y, entre respiraciones pausadas y lentas para no oler el humo restante del tabaco, habló:
—Buenos días —saludó, con extrema educación.
Ni siquiera entonces, de nuevo de pie frente a la academia mientras esperaba nuevas indicaciones para la que sería la segunda prueba. Ella. Alguien como ella había conseguido la segunda mejor nota. ¿Pero cómo era posible? Había estado segura de que las respuestas a sus preguntas habían sido cortas y pobres, que se había olvidado de varios puntos vitales. Tan sólo había estado segura acerca de la pregunta del código, pues era una respuesta concreta y correcta... No podía entender qué había ocurrido, ella estaba acostumbrada a quedar por detrás de los demás, no delante. Después de todo, ella había sido la que había suspendido el examen de genin tiempo atrás.
«Bien hecho. Pero no te confíes.»
Aquellas habían sido las palabras de su padre. Ni una más, ni una menos. Pero no podía quitarle la razón. Aún quedaban dos pruebas más, no podía dormirse en los laureles.
Y así les citaron una semana más tarde, de nuevo, frente a la Academia de las Olas.
«Qué raro... se suponía que la segunda prueba iba a ser más práctica. Al menos eso fue lo que dijo ese tal Ketchupdon. ¿Qué hacemos aquí?» Meditaba para sí misma, profundamente extrañada. De todas maneras, ¿qué querían decir con "más práctica"? No debía de ser un combate, porque se suponía que en aquello consistía la tercera prueba. ¿Acaso se trataría de una demostración de sus habilidades y sus técnicas?
Estaban a punto de descubrirlo.
Entraron en la academia y volvieron a encontrarse con el hombre sin brazo. En aquella ocasión, a Ayame le pareció algo más serio que cuando se presentó ante ellos para llamarles antes de la primera prueba, aunque no podría asegurar que fuera así de verdad o simplemente su impresión después de pasar por la tensión de aquel momento.
—No me miréis así, yo no voy a haceros ninguna prueba más, solo vengo a pasar lista —dijo, haciendo aparecer en su mano la misma hoja que la otra vez—. A diferencia de la última prueba, esta vez al confirmar vuestra presencia os diré con el número del aula en la que pasareis la prueba práctica. Siguiendo el pasillo encontrareis una bifurcación, a la izquierda los impares y a la derecha los pares. Como os he dicho, yo no soy el encargado de puntuar ni siquiera de vigilar, pero me han dado un par de instrucciones previas para vosotros.
«Allá vamos con los suspensos.» Completó en su mente, y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que no se le escapara una risilla.
El hombre sin brazo bajó la mirada hacia el papel y comenzó a leer:
—La primera es, no se aceptan preguntas hasta el final del examen...
«Preguntar: Suspenso.»
—...Y segunda, podéis renunciar a esta prueba en cualquier momento desde ahora, no es eliminatoria pero constaría negativamente para la resolución final. Si alguien quiere irse, ahí tiene la puerta. —Hizo una breve pausa dramática, seguramente esperando la resolución de los genin. Ayame, por supuesto, se mantuvo completamente inmóvil, aunque no se atrevió siquiera a mirar alrededor.
¿Eso que acababa de escuchar era la puerta?
—Bien, empezamos.
Empezó a llamarles, uno a uno. Y su nombre llegó hasta sus oídos antes de lo que habría esperado.
—Aotsuki Ayame, aula dos.
Ella asintió, sin atreverse a hablar siquiera. Con las piernas rígidas como dos palos, la kunoichi se adelantó y echó a andar por el pasillo y se pegó al lado derecho. No le costó encontrar el aula numerada con el 2.
La puerta estaba abierta, y estuvo a punto de arrepentirse de asomarse cuando un penetrante y amargo olor arañó su nariz y le incitó un ataque de tos. Olor a tabaco. Y aquello no era lo peor...
«Oh... no...»
El aula estaba sumida en la oscuridad. No era una oscuridad densa y opresiva como para paralizarla en el sitio; afortunadamente, entraba algo de luz a través de las oscuras persianas que cubrían los enormes ventanales del aula (al menos la suficiente luz como para ver la silueta de las hileras de pupitres que llenaban el lugar) pero sí lo suficiente como para hacerla temblar y no dejarle pensar con claridad.
—Aotsuki Ayame, cierra la puerta y siéntate, por favor.
Aquella voz, extrañamente de mujer y que le resultaba terriblemente familiar, la sobresaltó. Provenía de la cabecera del aula, donde la mesa del profesor había sido sustituida por dos cojines con un pequeño farolillo entre ambos. En uno de esos cojines había una persona sentada, presumiblemente una mujer por la voz que acababa de escuchar pero con el cabello increíblente corto y oscuro que estaba apagando el tabaco en un cenicero que había en el suelo. El humo que salía de sus labios se mezclaba con las luces y sombras que creaba el farol, dando al espacio un aspecto aún más ominoso y confuso...
Casi a regañadientes, Ayame cerró la puerta detrás de sí (oscureciendo aún más la clase) y, como una polilla atraída por la luz de la luna, entró y se dirigió hacia el cojín libre para tomar asiento.
«Y no le valía con un cigarro, no. Tenía dos. Uno en cada mano. Uno para cada pulmón.» No pudo evitar pensar, arrugando la nariz.
"¿Es necesario que esté tan oscuro?", le habría gustado preguntar. Pero enseguida recordó la advertencia del hombre sin brazo: Preguntar, suspenso. Por eso, intentó concentrarse en la luz del farolillo para olvidar los tentáculos de oscuridad que se reunían a su alrededor intentando alcanzarla y, entre respiraciones pausadas y lentas para no oler el humo restante del tabaco, habló:
—Buenos días —saludó, con extrema educación.