5/09/2018, 10:18
«Así que no esperaban que ningún ninja fuese a aparecer por aquí... Sí, tiene sentido. Un Genjutsu ambiental tan simple como este es más que suficiente para impedir que algún pueblerino meta las narices donde no debe», meditó Akame. «Y ese tipo, Hisao... ¿Estaba rondando por aquí? ¿Estaría buscando el escondite o simplemente comprobando que no había nadie husmeando por los alrededores? ¿Si ese es el caso... Cómo sabía que había algo aquí? ¿O tal vez sólo estaba buscando la forma de entrar en el edificio?»
Demasiadas preguntas y pocas respuestas tenían en ese momento.
—Ese Hisao... Es jodidamente sospechoso —dijo Akame, reflexivo—. Pero si está trabajando con el Trucho, ¿cómo es que no sabe de la existencia de este escondite? O tal vez sólo quería asegurarse de que nadie estaba merodeando por aquí...
Sea como fuere, el Uchiha terminó por descender por la escalerilla metálica, seguido de Karamaru y por último Reika.
Cuando los ninjas tocaron pie en el fondo —habían bajado unos seis o siete metros en el subsuelo— un profundo olor a cerrado y a humedad inundó sus fosas nasales, acompañado de un aroma almizclado, casi pegajoso.
—¿Qué es eso que huele tan... Raro? —preguntó Akame, como pensando en voz alta.
El lugar era una especie de escondrijo muy precario, una especie de sótano de techo bajo, excavado bien profundo en el subsuelo y apuntalado con vigas de madera que parecían haber empezado a apulgararse en algunos puntos. Gracias a la Linterna Resplandeciente de Akame, los shinobi pudieron ver que había un par de lámparas de aceite colgadas del techo, la única iluminación que podía prenderse allí abajo.
La distribución del sótano era bastante simple; junto a la escalera metálica que subía hacia la superficie había una mesa de escritorio de aspecto viejo y sucio. Sobre ella reposaban un par de botellas de vino vacías, una pila de documentos, un bote de tinta, pincel y una libreta de tamaño folio, además de otra lamparita de aceite más pequeña que las que colgaban de las vigas del techo. Pero lo más curioso eran las cajas de madera sin etiquetar que ocupaban casi al completo el resto del espacio disponible en el escondrijo.
«¿Qué coño...?»
Akame trató una a una de abrir las cajas, hasta que dió con una que no estaba apuntalada. Al abrirla, pudo ver que dentro había al menos tres o cuatro docenas de paquetitos de papel de arroz. Tomó uno, lo abrió y una especie de pasta de color azul eléctrico, muy densa y pegajosa, se escurrió entre sus dedos. Era aquella pasta la que desprendía el olor dulzón y aromático.
—¿Alguno tiene idea de qué carajo es esto? —preguntó el jōnin a sus compañeros ninjas.
Demasiadas preguntas y pocas respuestas tenían en ese momento.
—Ese Hisao... Es jodidamente sospechoso —dijo Akame, reflexivo—. Pero si está trabajando con el Trucho, ¿cómo es que no sabe de la existencia de este escondite? O tal vez sólo quería asegurarse de que nadie estaba merodeando por aquí...
Sea como fuere, el Uchiha terminó por descender por la escalerilla metálica, seguido de Karamaru y por último Reika.
Cuando los ninjas tocaron pie en el fondo —habían bajado unos seis o siete metros en el subsuelo— un profundo olor a cerrado y a humedad inundó sus fosas nasales, acompañado de un aroma almizclado, casi pegajoso.
—¿Qué es eso que huele tan... Raro? —preguntó Akame, como pensando en voz alta.
El lugar era una especie de escondrijo muy precario, una especie de sótano de techo bajo, excavado bien profundo en el subsuelo y apuntalado con vigas de madera que parecían haber empezado a apulgararse en algunos puntos. Gracias a la Linterna Resplandeciente de Akame, los shinobi pudieron ver que había un par de lámparas de aceite colgadas del techo, la única iluminación que podía prenderse allí abajo.
La distribución del sótano era bastante simple; junto a la escalera metálica que subía hacia la superficie había una mesa de escritorio de aspecto viejo y sucio. Sobre ella reposaban un par de botellas de vino vacías, una pila de documentos, un bote de tinta, pincel y una libreta de tamaño folio, además de otra lamparita de aceite más pequeña que las que colgaban de las vigas del techo. Pero lo más curioso eran las cajas de madera sin etiquetar que ocupaban casi al completo el resto del espacio disponible en el escondrijo.
«¿Qué coño...?»
Akame trató una a una de abrir las cajas, hasta que dió con una que no estaba apuntalada. Al abrirla, pudo ver que dentro había al menos tres o cuatro docenas de paquetitos de papel de arroz. Tomó uno, lo abrió y una especie de pasta de color azul eléctrico, muy densa y pegajosa, se escurrió entre sus dedos. Era aquella pasta la que desprendía el olor dulzón y aromático.
—¿Alguno tiene idea de qué carajo es esto? —preguntó el jōnin a sus compañeros ninjas.