20/09/2018, 14:46
—¡Ja! A este paso, me vas a hacer dudar, porque creía que una hija mía sería un poco más espabilada —gruñó él, y Ayame volvió a enrojecer hasta las orejas. Sí, definitivamente era él—. ¿Qué te pasa hoy, niña?
—L... Lo siento... —masculló en voz baja, reanudando el paso tras la estela de su padre.
No volvieron a intercambiar palabra durante el trayecto, aunque Ayame sintió unas terribles tentaciones de preguntar dónde estaban yendo en más de una ocasión. De todos modos, no tardaría mucho en averiguarlo. Después de todo, tenía que ser en cualquier parte en el interior de la aldea. Lo que no esperaba era que la condujera hasta las propias puertas de Amegakure. Incrédula, Ayame aminoró el paso y se quedó contemplando la escena mientras su padre dialogaba con los guardias, como un pajarillo confundido al que le acabaran de abrir la puerta de la jaula.
«¿De verdad vamos a salir de la aldea?» Se preguntaba, con el corazón en un puño.
Su padre se vio obligado a discutir durante largos minutos con los Chūnin que guardaban la entrada y salida de Amegakure. No era para menos, pues tenían órdenes expresas de la Arashikage de no dejarla pasar bajo ningún concepto. Sin embargo, después de un intenso debate y de jurar y perjurar que no iban a alejarse de las murallas, les dieron vía libre.
Para su sorpresa, no atravesaron las puertas. Zetsuo se encaramó al muro utilizando el chakra para adherirse a la resbaladiza superficie y desde él saltó a las aguas del lago que los rodeaban.
—¡No te retrases! Y como se te ocurra aprovechar para darte un paseo, te corro a hostias.
Ayame tragó saliva, pero no se hizo de rogar. Acumuló el chakra en la planta de los pies, como tantas veces había hecho ya, saltó sobre el muro y corrió hasta la parte superior. El viento de la tormenta la recibió en la cima de la muralla, como si le diera la bienvenida al mundo exterior de nuevo, pero Ayame sabía bien que, pese a que lo estaba deseando, no podría refugiarse en aquella arboleda que se veía al otro lado del lago y que la llamaba con intensidad. Por eso, haciendo de tripas corazón, Ayame tuvo que renegar de la libertad y disfrutar de aquel simulacro.
Se lanzó sobre las aguas del lago y aterrizó sobre ellas de cuclillas.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó, reincorporándose con cierta lentitud.
—L... Lo siento... —masculló en voz baja, reanudando el paso tras la estela de su padre.
No volvieron a intercambiar palabra durante el trayecto, aunque Ayame sintió unas terribles tentaciones de preguntar dónde estaban yendo en más de una ocasión. De todos modos, no tardaría mucho en averiguarlo. Después de todo, tenía que ser en cualquier parte en el interior de la aldea. Lo que no esperaba era que la condujera hasta las propias puertas de Amegakure. Incrédula, Ayame aminoró el paso y se quedó contemplando la escena mientras su padre dialogaba con los guardias, como un pajarillo confundido al que le acabaran de abrir la puerta de la jaula.
«¿De verdad vamos a salir de la aldea?» Se preguntaba, con el corazón en un puño.
Su padre se vio obligado a discutir durante largos minutos con los Chūnin que guardaban la entrada y salida de Amegakure. No era para menos, pues tenían órdenes expresas de la Arashikage de no dejarla pasar bajo ningún concepto. Sin embargo, después de un intenso debate y de jurar y perjurar que no iban a alejarse de las murallas, les dieron vía libre.
Para su sorpresa, no atravesaron las puertas. Zetsuo se encaramó al muro utilizando el chakra para adherirse a la resbaladiza superficie y desde él saltó a las aguas del lago que los rodeaban.
—¡No te retrases! Y como se te ocurra aprovechar para darte un paseo, te corro a hostias.
Ayame tragó saliva, pero no se hizo de rogar. Acumuló el chakra en la planta de los pies, como tantas veces había hecho ya, saltó sobre el muro y corrió hasta la parte superior. El viento de la tormenta la recibió en la cima de la muralla, como si le diera la bienvenida al mundo exterior de nuevo, pero Ayame sabía bien que, pese a que lo estaba deseando, no podría refugiarse en aquella arboleda que se veía al otro lado del lago y que la llamaba con intensidad. Por eso, haciendo de tripas corazón, Ayame tuvo que renegar de la libertad y disfrutar de aquel simulacro.
Se lanzó sobre las aguas del lago y aterrizó sobre ellas de cuclillas.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó, reincorporándose con cierta lentitud.