28/09/2018, 12:54
—¡No soy un foragido! —protestó Daruu—. Estas esposas son una prueba de mi sensei. O... o eso creo —explicó, y la sonrisa de la mujer se amplió aún más. Parecía estar divirtiéndose de lo lindo con aquello.
Daruu dio un paso adelante, dubitativo, pero se detuvo enseguida cuando el gato negro le bufó.
—Oiga, señora, necesito esperar aquí a que se me derritan las esposas —dijo el chico—. Así que no me importaría sentarme a charlar con usted. Pero creo que sus gatos... no sé, algo me dice que no les caigo bien.
Pero la mendiga tomó al gato negro y lo colocó en su regazo. El felino clavó sus ojos cristalinos en el shinobi una última vez antes de acurrucarse y hacerse un ovillo envuelto con su larga cola.
—No te harán nada, son todos muy buenos niños. ¿Verdad que sí, Misi-chan? —dijo, y para cuando Daruu decidiera acercarse y sentarse junto a ella, podría comprobar que la mujer tenía reunidos frente a ella un montón de ramas, palos y trozos de madera. La anciana volvió a alzar de nuevo sus ojos dorados hacia él, hacia sus esposas de hielo, y se rio de nuevo entre dientes—. ¿Decías que ibas a esperar a que se derritieran? ¿Estás loco, chico? Puede que sea una anciana de la calle, pero aún no he perdido la cordura. Esas esposas no son normales, y apostaría alguno de mis dientes a que sólo el creador puede deshacerlas... o quizás con un pequeño empujón.
Daruu dio un paso adelante, dubitativo, pero se detuvo enseguida cuando el gato negro le bufó.
—Oiga, señora, necesito esperar aquí a que se me derritan las esposas —dijo el chico—. Así que no me importaría sentarme a charlar con usted. Pero creo que sus gatos... no sé, algo me dice que no les caigo bien.
Pero la mendiga tomó al gato negro y lo colocó en su regazo. El felino clavó sus ojos cristalinos en el shinobi una última vez antes de acurrucarse y hacerse un ovillo envuelto con su larga cola.
—No te harán nada, son todos muy buenos niños. ¿Verdad que sí, Misi-chan? —dijo, y para cuando Daruu decidiera acercarse y sentarse junto a ella, podría comprobar que la mujer tenía reunidos frente a ella un montón de ramas, palos y trozos de madera. La anciana volvió a alzar de nuevo sus ojos dorados hacia él, hacia sus esposas de hielo, y se rio de nuevo entre dientes—. ¿Decías que ibas a esperar a que se derritieran? ¿Estás loco, chico? Puede que sea una anciana de la calle, pero aún no he perdido la cordura. Esas esposas no son normales, y apostaría alguno de mis dientes a que sólo el creador puede deshacerlas... o quizás con un pequeño empujón.