30/09/2018, 23:01
La tienda de Kitama Shida estaba ubicada en el centro cultural de Uzushiogakure, a unas cuantas cuadras del Jardín de los Cerezos. Se trataba de una cuadra y media de locales y comercios de índoles varias, tan variopintas una de las otras, lo suficientemente coloridas y llamativas para captar la atención de la gran concentración de transeúntes que por lo general pasaba por allí a diario. La entrada a su local, sin embargo, no llamaba tanto la atención. No era tan vívido como el resto de tiendas. Era, por decirlo de alguna manera, la oveja negra de los comerciantes. Tenía un aspecto lúgubre y esotérico, sin flores ni decoraciones deslumbrantes. Sólo una puerta compacta de madera con un pequeño cartel que decía abierto, y en lo alto de la tribuna, el nombre del local.
Shida no Seidō.
El interior por sí sólo también daba la misma sensación. Contaba de una amplia sala con tres divisiones de estanterías ubicadas paralelamente unas de las otras, repletas de artículos etiquetados que variaban lo suficiente como para que le fuera imposible catalogar todos los artilugios en secciones caterogirzadas. La mayoría lucían como chascarros y objetos de poca monta, aquí y allá, que respondían a los gustos y necesidades más particulares de algunos contados clientes. La mayoría no estaba tasado en más de cuatrocientos ryos a lo mucho.
Luego, en lo más profundo del local, se bifurcaban dos pasillos conexos a cada costado donde hacían vida numerosos escaparates de madera con vitrinas que exponían objetos de, probablemente, mayor trascendencia para su propia colección. Era evidente que allí guardaba lo verdaderamente importante, y lo más costoso también; altamente resguardado de las manos curiosas de cualquier delincuente.
No es que fuera difícil romper el vidrio de un sopetón, para para los rateros más inexpertos, hacía el trabajo.
Para conocer qué había al final de ambos pasillos, tenían que pasar un amplio gabinete de caoba donde, en ese instante, yacía un solitarios hombre tras una vieja caja registradora.
Tenía todo el aspecto de un señor que bien podía estar entrando en los cincuenta. La espalda le lucía ligeramente encorbada, sostenía un viejo libro el cual tenía casi que a dos centímetros de su rostro, mientras arrugaba la vista para poder leerlo. El cabello le lucía impolutamente peinado hacia atrás, con gomina, y éste estaba cubierto de canas.
También tenía un lunar en la nariz. O una verruga. O una extraña mezcla de ambas, quién sabe.
Shida no Seidō.
El interior por sí sólo también daba la misma sensación. Contaba de una amplia sala con tres divisiones de estanterías ubicadas paralelamente unas de las otras, repletas de artículos etiquetados que variaban lo suficiente como para que le fuera imposible catalogar todos los artilugios en secciones caterogirzadas. La mayoría lucían como chascarros y objetos de poca monta, aquí y allá, que respondían a los gustos y necesidades más particulares de algunos contados clientes. La mayoría no estaba tasado en más de cuatrocientos ryos a lo mucho.
Luego, en lo más profundo del local, se bifurcaban dos pasillos conexos a cada costado donde hacían vida numerosos escaparates de madera con vitrinas que exponían objetos de, probablemente, mayor trascendencia para su propia colección. Era evidente que allí guardaba lo verdaderamente importante, y lo más costoso también; altamente resguardado de las manos curiosas de cualquier delincuente.
No es que fuera difícil romper el vidrio de un sopetón, para para los rateros más inexpertos, hacía el trabajo.
Para conocer qué había al final de ambos pasillos, tenían que pasar un amplio gabinete de caoba donde, en ese instante, yacía un solitarios hombre tras una vieja caja registradora.
Tenía todo el aspecto de un señor que bien podía estar entrando en los cincuenta. La espalda le lucía ligeramente encorbada, sostenía un viejo libro el cual tenía casi que a dos centímetros de su rostro, mientras arrugaba la vista para poder leerlo. El cabello le lucía impolutamente peinado hacia atrás, con gomina, y éste estaba cubierto de canas.
También tenía un lunar en la nariz. O una verruga. O una extraña mezcla de ambas, quién sabe.