21/11/2018, 17:49
—¿Tampoco te has cruzado ninguno cuando venias de camino hasta aqui? —insistió la kunoichi, poniéndose a su misma altura para caminar junto a ella.
Eso no la detuvo, pero Kokuō se guardó un hastiado suspiro para sus adentros. ¿Por qué todos los humanos resultaban tan irritantes y obstinados? Iba a responder, cuando una nueva pregunta llegó hasta sus oídos:
—¿Sabes? tu rostro se parece mucho a una chica de mi aldea...rostro común tal vez.
Kokuō guardó un cauteloso silencio durante unos instantes. Sus iris aguamarina la miraron de reojo. Pese a ser de la misma aldea, Ayame no conocía a aquella chica, de eso estaba completamente segura. ¿Sería posible que ella sí la conociera? Quizás había oído hablar de ella, quizás se habían cruzado por las calles de Amegakure... No podía saberlo. Indiferente, volvió la mirada al frente, hacia el mar que se asomaba entre las casitas.
—¿Sí? Vaya qué casualidad... —comentó, fingiendo una sorpresa que estaba lejos de sentir.
Seguía rogando Ayame, pero el Bijū la ignoraba deliberadamente.
—Ah, ahora que lo dice... Creo que sí he pasado junto a un local en el que vendían té rojo. Se encuentra por allí —indicó, señalando con el pulgar en dirección completamente opuesta hacia donde estaban caminando—. Era una casa de paredes rojizas y puerta de madera, no recuerdo el nombre. Espero que lo encuentre, señorita.
Eso no la detuvo, pero Kokuō se guardó un hastiado suspiro para sus adentros. ¿Por qué todos los humanos resultaban tan irritantes y obstinados? Iba a responder, cuando una nueva pregunta llegó hasta sus oídos:
—¿Sabes? tu rostro se parece mucho a una chica de mi aldea...rostro común tal vez.
Kokuō guardó un cauteloso silencio durante unos instantes. Sus iris aguamarina la miraron de reojo. Pese a ser de la misma aldea, Ayame no conocía a aquella chica, de eso estaba completamente segura. ¿Sería posible que ella sí la conociera? Quizás había oído hablar de ella, quizás se habían cruzado por las calles de Amegakure... No podía saberlo. Indiferente, volvió la mirada al frente, hacia el mar que se asomaba entre las casitas.
—¿Sí? Vaya qué casualidad... —comentó, fingiendo una sorpresa que estaba lejos de sentir.
«¡¡¡Kokuō!!!»
Seguía rogando Ayame, pero el Bijū la ignoraba deliberadamente.
—Ah, ahora que lo dice... Creo que sí he pasado junto a un local en el que vendían té rojo. Se encuentra por allí —indicó, señalando con el pulgar en dirección completamente opuesta hacia donde estaban caminando—. Era una casa de paredes rojizas y puerta de madera, no recuerdo el nombre. Espero que lo encuentre, señorita.