29/12/2018, 22:10
Aunque se lo hubiese visto venir, no pudo sino sorprenderse. Aquella voz gutural, aquellos ojos iracundos, eran tan opuestos a todo lo que era Ayame... Y aún así, ahí estaba ella. O el Gobi, como bien le había recordado Kiroe. Un bijū hablando. Creía ya haberlo visto todo.
—Vaya, qué honor estar frente a usted, Arashikage-sama.
—Lo es —coincidió. Cuando alguien decía la verdad, incluso si ese alguien se trataba de un jodido bijū, había que dársela. Era lo justo—. Hoy es tu día de suerte, Gobi. —En opinión de Yui, nunca había tenido tanta suerte como en aquel instante—. Llevarte así a mi kunoichi… —Torció la cabeza hacia un lado y enseñó los dientes en una sonrisa siniestra. No porque buscase asustarle, ni mucho menos. Simplemente, porque ella era así. Era lo que tenía poseer una sierra por dentadura—. Recuérdalo bien. Cada bocanada de aire que respires; cada puto día que veas el amanecer entre los barrotes; ¡cada puto segundo de tu existencia a partir de ahora! —a medida que hablaba, se iba calentando más y más—, ¡se lo debes a AOTSUKI AYAME! ¡Porque si no fuese porque estás dentro de ella, ahora mismo te reventaría el puto pescuezo y te partiría una a una las patas que me llevas, hijo de puta!
»¡¿Qué pasa?! ¿¡Estabas pensando en venir a por mí!? —Oh, se había dado cuenta. Vaya que sí. Aquel monstruo no solo había osado secuestrarle a su kunoichi, ¡sino también tener la desfachatez de plantearse siquiera atacarle! ¡Qué rabia le daba!—. ¡Inténtalo a ver qué pasa, HIJO DE LA GRAN PUTA!
La Arashikage apartó con gentileza, con una mano, la mesa que les separaba. Tan solo se oyó un golpetazo, como el retumbar de un trueno, en el instante en que la mesa se partió por la mitad al estrellarse contra la pared de al lado.
Sí, Kiroe había hecho bien en pedirle precaución a Yui con el Gobi. Quizá, tenía que haber pensado que ella a veces no necesitaba provocación alguna. Quizá, tenía que haber pensado que a la tormenta no se le podía pedir que se mantuviese en calma por demasiado tiempo, así como tampoco nadie rogaba al fuego con que no quemase. Simplemente, estaba en sus naturalezas.
—Vaya, qué honor estar frente a usted, Arashikage-sama.
—Lo es —coincidió. Cuando alguien decía la verdad, incluso si ese alguien se trataba de un jodido bijū, había que dársela. Era lo justo—. Hoy es tu día de suerte, Gobi. —En opinión de Yui, nunca había tenido tanta suerte como en aquel instante—. Llevarte así a mi kunoichi… —Torció la cabeza hacia un lado y enseñó los dientes en una sonrisa siniestra. No porque buscase asustarle, ni mucho menos. Simplemente, porque ella era así. Era lo que tenía poseer una sierra por dentadura—. Recuérdalo bien. Cada bocanada de aire que respires; cada puto día que veas el amanecer entre los barrotes; ¡cada puto segundo de tu existencia a partir de ahora! —a medida que hablaba, se iba calentando más y más—, ¡se lo debes a AOTSUKI AYAME! ¡Porque si no fuese porque estás dentro de ella, ahora mismo te reventaría el puto pescuezo y te partiría una a una las patas que me llevas, hijo de puta!
»¡¿Qué pasa?! ¿¡Estabas pensando en venir a por mí!? —Oh, se había dado cuenta. Vaya que sí. Aquel monstruo no solo había osado secuestrarle a su kunoichi, ¡sino también tener la desfachatez de plantearse siquiera atacarle! ¡Qué rabia le daba!—. ¡Inténtalo a ver qué pasa, HIJO DE LA GRAN PUTA!
La Arashikage apartó con gentileza, con una mano, la mesa que les separaba. Tan solo se oyó un golpetazo, como el retumbar de un trueno, en el instante en que la mesa se partió por la mitad al estrellarse contra la pared de al lado.
Sí, Kiroe había hecho bien en pedirle precaución a Yui con el Gobi. Quizá, tenía que haber pensado que ella a veces no necesitaba provocación alguna. Quizá, tenía que haber pensado que a la tormenta no se le podía pedir que se mantuviese en calma por demasiado tiempo, así como tampoco nadie rogaba al fuego con que no quemase. Simplemente, estaba en sus naturalezas.