9/01/2019, 00:34
Daruu agachó la cabeza. Parecía apesadumbrado y cansado, pero no había nadie que pudiera estar más cansado de aquella situación que Kokuō: condenada a vagar de prisión en prisión, siempre temida, siempre odiada.
—¿Y no podemos hacer nada para remediar lo de la jaula una vez que hayan revertido el sellado? —insistió el muchacho—. Sabiendo lo que ahora sé... Si pudiéramos ayudarte... yo... Yo intentaría ayudarte. Si no hace daño a Ayame, y tú te sientes mejor... ¿por... qué... no?
Kokuō no respondió. Había agachado la cabeza y se había sumergido en un denso mutis. ¿Por qué aquellos dos muchachos insistían tanto en querer ayudarla? Los había atacado tanto física como psicológicamente, había intentado matarlos, había estado a punto de destruir sus familias. Y allí estaban, apiadándose de la que habían considerado un monstruo durante todo aquel tiempo. ¡No tenía sentido!
Fuera como fuese, su compasión no iba a cambiar nada. Porque a los ojos del resto de humanos, un Bijū seguía siendo una bestia sedienta de sangre que destruía aldeas y creaba tsunamis y terremotos con el movimiento de una de sus colas. Nunca podría obtener la libertad si no era por la vía que había escogido Kurama. Y, aún de obtenerla, jamás podría esconderse para vivir en paz como era su deseo. El mundo no era tan grande, y estaba completamente colonizado por los humanos. Si no eran los de Amegakure, la sellarían los de otra aldea.
Kokuō apretó las mandíbulas y los puños. Y entonces...
Sus cabellos se oscurecieron y sus ojos se volvieron castaños de repente. Kokuō se había recluido sin previo aviso y había dejado a una confundida Ayame al mando.
—Esto... ha sido muy repentino —jadeó, llevándose una mano a la frente.
Aquellos cambios eran terriblemente incómodos.
—¿Y no podemos hacer nada para remediar lo de la jaula una vez que hayan revertido el sellado? —insistió el muchacho—. Sabiendo lo que ahora sé... Si pudiéramos ayudarte... yo... Yo intentaría ayudarte. Si no hace daño a Ayame, y tú te sientes mejor... ¿por... qué... no?
Kokuō no respondió. Había agachado la cabeza y se había sumergido en un denso mutis. ¿Por qué aquellos dos muchachos insistían tanto en querer ayudarla? Los había atacado tanto física como psicológicamente, había intentado matarlos, había estado a punto de destruir sus familias. Y allí estaban, apiadándose de la que habían considerado un monstruo durante todo aquel tiempo. ¡No tenía sentido!
«Pienso ayudarte a ser libre, ¡algo habrá que podamos hacer! ¿Me escuchas, Kokuō? Aunque no pueda hacerlo ahora, aunque tarde semanas, meses, o años, aunque reviertan de nuevo el sello, ¡haré algo!»
Fuera como fuese, su compasión no iba a cambiar nada. Porque a los ojos del resto de humanos, un Bijū seguía siendo una bestia sedienta de sangre que destruía aldeas y creaba tsunamis y terremotos con el movimiento de una de sus colas. Nunca podría obtener la libertad si no era por la vía que había escogido Kurama. Y, aún de obtenerla, jamás podría esconderse para vivir en paz como era su deseo. El mundo no era tan grande, y estaba completamente colonizado por los humanos. Si no eran los de Amegakure, la sellarían los de otra aldea.
Kokuō apretó las mandíbulas y los puños. Y entonces...
¡Puuff!
Sus cabellos se oscurecieron y sus ojos se volvieron castaños de repente. Kokuō se había recluido sin previo aviso y había dejado a una confundida Ayame al mando.
—Esto... ha sido muy repentino —jadeó, llevándose una mano a la frente.
Aquellos cambios eran terriblemente incómodos.