13/01/2019, 01:36
Un estridente chirrido hizo que Kokuō esbozara una mueca. La puerta del calabozo se cerró con un portazo que reverberó en todos y cada uno de los barrotes de la celda. Y entonces escuchó los pasos. No eran los pasos ligeros de Daruu, no eran los apenas audibles pasos de Kōri, eran pasos marcados, firmes, casi enfadados. Kokuō no conocía aquellos pasos, pero sintió la expectación de Ayame como si fuera propia.
Y entonces llegó hasta ella. Una figura que se recortaba contra la luz, imponente como la de un águila con las águilas extendidas sobre un pequeño ratón.
—Tú —ladró Aotsuki Zetsuo, mirándola con venenoso desprecio, con los brazos detrás de la espalda—. Quiero hablar con mi hija. Vamos, cambia.
Pero Aotsuki Zetsuo no estaba tratando con un ratón. Estaba tratando con una reina.
Kokuō entrecerró sus brillantes ojos turquesas y se incorporó de la cama donde había estado sentada hasta el momento, como todos los días. Se acercó con pasos calmados a los barrotes y entonces alzó la barbilla hacia él.
—Se le han olvidado las palabras mágicas —le espetó, con el mismo desprecio.
Y entonces llegó hasta ella. Una figura que se recortaba contra la luz, imponente como la de un águila con las águilas extendidas sobre un pequeño ratón.
—Tú —ladró Aotsuki Zetsuo, mirándola con venenoso desprecio, con los brazos detrás de la espalda—. Quiero hablar con mi hija. Vamos, cambia.
Pero Aotsuki Zetsuo no estaba tratando con un ratón. Estaba tratando con una reina.
Kokuō entrecerró sus brillantes ojos turquesas y se incorporó de la cama donde había estado sentada hasta el momento, como todos los días. Se acercó con pasos calmados a los barrotes y entonces alzó la barbilla hacia él.
—Se le han olvidado las palabras mágicas —le espetó, con el mismo desprecio.
«¡Kokuō...!»