13/01/2019, 12:21
(Última modificación: 13/01/2019, 12:22 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Ocurrió tan deprisa que ni siquiera lo vio venir.
Un fuerte impacto en el centro del rostro. Un impulso que la arrojó al suelo. Estrellas de dolor cruzando sus retinas. El sabor del hierro en su boca. Un líquido cálido resbalando desde su nariz y sus labios. De un momento a otro, Kokuō se llevó las manos al rostro y aulló de dolor cuando su cerebro asimiló lo que acababa de pasar.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!!!
—MALDITO ENGENDRO HIJO DE LA GRAN PUTA, MALDITO SEA EL DÍA EN EL QUE...
La voz de Aotsuki Zetsuo se perdió por los pasillos cuando los dos vigilantes del calabozo se apresuraron a llevárselo sujetándolo por los brazos, ignorando deliberadamente las amenazas del médico sobre sedarlos y echarlos al lago de Amegakure. La puerta se cerró detrás de ellos, y el silencio regresó.
Pero no era el silencio calmado, solitario y reconfortante al que estaba acostumbrada. Era un silencio cargado de la tensión de músculos tratando de contener aquel punzante dolor que inundaba sus ojos. Era un silencio manchado de sangre que caía sobre las losas de piedra. Era un silencio que acuchillaba su cabeza.
—Maldito humano... —farfulló como pudo entre sus manos, aunque se vio obligada a apartarlas cuando tuvo que escupir sangre a un lado.
Gritaba Ayame en su interior. La muchacha, acurrucada en su diminuta prisión, sollozaba a viva voz entre violentos temblores y se había llevado las manos a la cabeza como si quisiera arrancarse los cabellos. Y Kokuō no dijo nada más. Estaba demasiado ocupada intentando sobreponerse al dolor e intentando limpiarse la sangre con lo único que tenía a mano: sus propias ropas. Menuda imagen lamentable debía de presentar en aquellos instantes.
Suplicó, pero el Bijū torció el gesto.
—No digáis tonterías, señorita —respondió, con voz apagada.
Definitivamente, y tal y como había sospechado, ver a Aotsuki Zetsuo era lo peor que le podría haber pasado.
Un fuerte impacto en el centro del rostro. Un impulso que la arrojó al suelo. Estrellas de dolor cruzando sus retinas. El sabor del hierro en su boca. Un líquido cálido resbalando desde su nariz y sus labios. De un momento a otro, Kokuō se llevó las manos al rostro y aulló de dolor cuando su cerebro asimiló lo que acababa de pasar.
—¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!!!
—MALDITO ENGENDRO HIJO DE LA GRAN PUTA, MALDITO SEA EL DÍA EN EL QUE...
La voz de Aotsuki Zetsuo se perdió por los pasillos cuando los dos vigilantes del calabozo se apresuraron a llevárselo sujetándolo por los brazos, ignorando deliberadamente las amenazas del médico sobre sedarlos y echarlos al lago de Amegakure. La puerta se cerró detrás de ellos, y el silencio regresó.
Pero no era el silencio calmado, solitario y reconfortante al que estaba acostumbrada. Era un silencio cargado de la tensión de músculos tratando de contener aquel punzante dolor que inundaba sus ojos. Era un silencio manchado de sangre que caía sobre las losas de piedra. Era un silencio que acuchillaba su cabeza.
—Maldito humano... —farfulló como pudo entre sus manos, aunque se vio obligada a apartarlas cuando tuvo que escupir sangre a un lado.
«No puedo... ¡No puedo soportar esto más!»
Gritaba Ayame en su interior. La muchacha, acurrucada en su diminuta prisión, sollozaba a viva voz entre violentos temblores y se había llevado las manos a la cabeza como si quisiera arrancarse los cabellos. Y Kokuō no dijo nada más. Estaba demasiado ocupada intentando sobreponerse al dolor e intentando limpiarse la sangre con lo único que tenía a mano: sus propias ropas. Menuda imagen lamentable debía de presentar en aquellos instantes.
«Kokuō... mátanos... por favor.... Tú quedarías libre y a mí me harías un favor...»
Suplicó, pero el Bijū torció el gesto.
—No digáis tonterías, señorita —respondió, con voz apagada.
Definitivamente, y tal y como había sospechado, ver a Aotsuki Zetsuo era lo peor que le podría haber pasado.