16/01/2019, 11:30
Al día siguiente, muy temprano, alguien más visitó el calabozo. Sólo porque Kokuo y Ayame tenían el oído muy fino pudieron percibir el ruido de la puerta al cerrarse –apenas un ploc muy, muy tenue–, y a pesar de que los pasos de la gente siempre reverberaban allí, no percibieron que alguien se acercaba hasta que prácticamente lo tuvieron delante.
Se trataba de una mujer; aparentaba tener al menos una treintena de años –aunque tenía algunos más–, de pelo rizado y alborotado y constitución ligera, sólo un poco más alta que Ayame. Vestía una larga falda rosa con una brillante placa de Amegakure y un suéter y botas púrpura. Una insignia dorada de jounin adornaba su manga derecha.
De no haber reconocido su voz, casi no se habrían dado cuenta de que se trataba de Amedama Kiroe.
—Buenos días. Kokuo, ¿no es así?
Se trataba de una mujer; aparentaba tener al menos una treintena de años –aunque tenía algunos más–, de pelo rizado y alborotado y constitución ligera, sólo un poco más alta que Ayame. Vestía una larga falda rosa con una brillante placa de Amegakure y un suéter y botas púrpura. Una insignia dorada de jounin adornaba su manga derecha.
De no haber reconocido su voz, casi no se habrían dado cuenta de que se trataba de Amedama Kiroe.
—Buenos días. Kokuo, ¿no es así?