17/01/2019, 01:01
Pero Kiroe ignoró deliberadamente su pregunta y continuó hablando:
—Le viene de familia, ¿sabes? Como él, yo tampoco puedo dejar de inmiscuirme en asuntos ajenos. Aunque... de una forma... diferente —rio—. Qué le voy a hacer. Es mi trabajo.
Kiroe se inclinó aún más hacia delante, retándola con sus ojos púrpuras. Aquellos mismos ojos púrpura que veía en su hijo. Qué curioso era que los dos mismos pares de ojos pudieran tener miradas tan diferentes.
—Kokuō —pronunció la pastelera, repentinamente seria—. Me pareces un ser inteligente. Eres educada, pero me preocupa que tu lengua de plata esconda una mala intención. No tengo ningún problema en ayudarte... o en permitir que los muchachos te ayuden. Pero te lo advierto, no les traiciones después. Porque se me da genial matar traidores. Y pasaré por encima de tu cadáver, seas humana, un bijuu o el mismísimo Rikudō.
Ni siquiera le dejó tiempo para responder. Kiroe se había levantado con una risilla, dejó la silla en su sitio y se marchó silbando una melodía que, en aquellas circunstancias, a Kokuō se le antojó terriblemente inquietante.
—¡Quién sabe, igual un día puedas probar mis bollitos! Hasta otra~...
Y, tras aquella escueta despedida, los calabozos volvieron a inundarse de aquel denso, húmedo y frío silencio.
Kokuō resopló con energía y volvió a sentarse sobre la cama, con la espalda apoyada en la pared de piedra.
Estaba cansada. Terriblemente cansada. Todos los días eran iguales, y la monotonía estaba empezando a carcomerla por dentro como un ejército de termitas. Todos los días se despertaba en aquella prisión de hierro y roca. Todos los días llegaban los mismos guardias para cambiarle la bandeja de la comida; al principio se había mostrado hostil y salvaje con ellos, pero, a aquellas alturas ya le aburría hasta su silenciosa presencia. Todos los días se volvía a echar en la cama a ver las horas pasar, sin posibilidad de hacer nada más. Todos los días dormía y soñaba con lo que le habían arrebatado, con los rostros de sus captores. Y el ciclo se volvía a repetir sin descanso.
Lo único que le salvaba momentáneamente de aquella inmutable rutina eran las visitas periódicas que recibía, y ni eso la salvaba de aquel infierno. ¿Cuánto tiempo llevaba ya allí? Al principio había estado llevando la cuenta de los días, pero había llegado un momento en el que, simplemente, se había olvidado de seguir contando.
Estaba cansada... Tan cansada.
Echaba de menos el aire del exterior, la lluvia, el sol, los bosques... Echaba de menos caminar, correr, moverse en definitiva. Y la desgarraba saber que ya no tendría nada de eso. Porque si llegaba a abandonar aquella celda algún día, sería sólo cuando encontraran la manera de volver a revertir el sello, y encerrarla de nuevo en aquel paisaje crepuscular de otoño para el resto de sus días.
¿Por qué ella no podía ser libre?
Su hermano Kurama se iba a pegar unas buenas risas cuando se enterara de que la habían vuelto a capturar tan pronto...
—Le viene de familia, ¿sabes? Como él, yo tampoco puedo dejar de inmiscuirme en asuntos ajenos. Aunque... de una forma... diferente —rio—. Qué le voy a hacer. Es mi trabajo.
Kiroe se inclinó aún más hacia delante, retándola con sus ojos púrpuras. Aquellos mismos ojos púrpura que veía en su hijo. Qué curioso era que los dos mismos pares de ojos pudieran tener miradas tan diferentes.
—Kokuō —pronunció la pastelera, repentinamente seria—. Me pareces un ser inteligente. Eres educada, pero me preocupa que tu lengua de plata esconda una mala intención. No tengo ningún problema en ayudarte... o en permitir que los muchachos te ayuden. Pero te lo advierto, no les traiciones después. Porque se me da genial matar traidores. Y pasaré por encima de tu cadáver, seas humana, un bijuu o el mismísimo Rikudō.
Ni siquiera le dejó tiempo para responder. Kiroe se había levantado con una risilla, dejó la silla en su sitio y se marchó silbando una melodía que, en aquellas circunstancias, a Kokuō se le antojó terriblemente inquietante.
—¡Quién sabe, igual un día puedas probar mis bollitos! Hasta otra~...
Y, tras aquella escueta despedida, los calabozos volvieron a inundarse de aquel denso, húmedo y frío silencio.
«No... no entiendo nada...»
Kokuō resopló con energía y volvió a sentarse sobre la cama, con la espalda apoyada en la pared de piedra.
Estaba cansada. Terriblemente cansada. Todos los días eran iguales, y la monotonía estaba empezando a carcomerla por dentro como un ejército de termitas. Todos los días se despertaba en aquella prisión de hierro y roca. Todos los días llegaban los mismos guardias para cambiarle la bandeja de la comida; al principio se había mostrado hostil y salvaje con ellos, pero, a aquellas alturas ya le aburría hasta su silenciosa presencia. Todos los días se volvía a echar en la cama a ver las horas pasar, sin posibilidad de hacer nada más. Todos los días dormía y soñaba con lo que le habían arrebatado, con los rostros de sus captores. Y el ciclo se volvía a repetir sin descanso.
Lo único que le salvaba momentáneamente de aquella inmutable rutina eran las visitas periódicas que recibía, y ni eso la salvaba de aquel infierno. ¿Cuánto tiempo llevaba ya allí? Al principio había estado llevando la cuenta de los días, pero había llegado un momento en el que, simplemente, se había olvidado de seguir contando.
Estaba cansada... Tan cansada.
Echaba de menos el aire del exterior, la lluvia, el sol, los bosques... Echaba de menos caminar, correr, moverse en definitiva. Y la desgarraba saber que ya no tendría nada de eso. Porque si llegaba a abandonar aquella celda algún día, sería sólo cuando encontraran la manera de volver a revertir el sello, y encerrarla de nuevo en aquel paisaje crepuscular de otoño para el resto de sus días.
¿Por qué ella no podía ser libre?
Su hermano Kurama se iba a pegar unas buenas risas cuando se enterara de que la habían vuelto a capturar tan pronto...