22/01/2019, 20:41
El día siguiente pasó en completo silencio y soledad. Daruu no acudió a verlas como solía hacer, quedaba claro que después de lo sucedido el día anterior lo iba a tener mucho más difícil para hacerlo, e incluso los guardias se comportaron con ella con una gélida indiferencia digna de alguien como Kōri. A Kokuō no es que le importara, estaba más que acostumbrada a estar sola... Pero no mientras estaba encerrada entre cuatro estrechas paredes.
El Bijū lanzó un largo y tendido suspiro cuando la puerta del calabozo se cerró con un sonoro portazo. Aquello marcaba el final del supuesto horario de visitas que había dibujado en su mente a lo largo de aquellos días, por lo que terminó por recostar la cabeza sobre la pared y se dispuso a esperar que las horas pasaran, lentas e inexorables, y que el sueño volviera a invadirla cuando llegara la noche.
Sin embargo, unos tímidos pasitos la devolvieron a la realidad. Kokuō entreabrió los ojos, extrañada. No sonaban como los típicos pasos de un humano, más pesados y espaciados en el tiempo, sino...
Exclamó Ayame, con una emoción demasiado exagerada para algo tan trivial. Aunque no podía culparla, después de tantos días en los que sólo podían ver barrotes y ladrillos y caras de gente conocida y desconocida, después de tantos días de monotonía, no estaba mal apreciar algo que se salía de lo habitual. Y, afortunadamente, no era un humano.
El felino, blanco como la nieve, se subió a la silla que solía ocupar Daruu y se sentó sobre ella. Allí se quedó, mirándola fijamente. Y Kokuō se permitió el lujo de esbozar una tenue sonrisa.
—¿Cómo se ha colado aquí? ¿Es que va a ser mi nuevo guardia?
El Bijū lanzó un largo y tendido suspiro cuando la puerta del calabozo se cerró con un sonoro portazo. Aquello marcaba el final del supuesto horario de visitas que había dibujado en su mente a lo largo de aquellos días, por lo que terminó por recostar la cabeza sobre la pared y se dispuso a esperar que las horas pasaran, lentas e inexorables, y que el sueño volviera a invadirla cuando llegara la noche.
Sin embargo, unos tímidos pasitos la devolvieron a la realidad. Kokuō entreabrió los ojos, extrañada. No sonaban como los típicos pasos de un humano, más pesados y espaciados en el tiempo, sino...
«¡Un gatito!»
Exclamó Ayame, con una emoción demasiado exagerada para algo tan trivial. Aunque no podía culparla, después de tantos días en los que sólo podían ver barrotes y ladrillos y caras de gente conocida y desconocida, después de tantos días de monotonía, no estaba mal apreciar algo que se salía de lo habitual. Y, afortunadamente, no era un humano.
El felino, blanco como la nieve, se subió a la silla que solía ocupar Daruu y se sentó sobre ella. Allí se quedó, mirándola fijamente. Y Kokuō se permitió el lujo de esbozar una tenue sonrisa.
—¿Cómo se ha colado aquí? ¿Es que va a ser mi nuevo guardia?