20/10/2015, 09:34
Kaido asintió a su afirmación, pero Ayame se estremeció violentamente cuando percibió la mirada de complicidad que le había dirigido. Incluso sus ojos eran afilados como navajas.
Había estado a punto de añadir algo más, pero las palabras del chico-tiburón se cortaron en el aire. Ayame le miró, sobresaltada por aquella vacilación en alguien que había demostrado estar tan seguro de sí mismo hasta el momento, y se sorprendió aún más al ver que su rostro, ya extrañamente azul de por sí, había palidecido hasta adquirir el color de un cielo nublado. Después de todo, ¿a qué podía temerle un tiburón, el rey del océano?
No tardó en averiguarlo.
Siguió la dirección de su mirada con cierta inquietud. Allí, tras su espalda, cuatro sombras se recortaban amenazadoras contra la lluvia de Amegakure.
«¿Quiénes son?» Ayame no conocía a ninguna de ellas, pero no le daba demasiada buena espina el hecho de que alguien como Kaido pareciera tenerles aquel pavor.
Inconscientemente, todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión. Estaba lista para huir si se presentaba la necesidad. Afortunadamente, sólo parecían estar interesados en su acompañante, y con una orden del más anciano de todos ellos, el tiburón acudió a su presencia dócil como una merluza.
—Si... claro... —tartamudeó, sin saber muy bien qué debía decir o cómo debía actuar.
Kaido se marchó del lugar con los otros hombres. Sus figuras se recortaron en la distancia con lentitud, hasta que densa cortina de agua terminó por taparlos por completo. Y fue en el momento en el que los perdió de vista cuando Ayame pareció despertar.
Ni siquiera se dio cuenta de que había dejado caer el paraguas. Rápida como una gacela, se había dado la vuelta y había echado a correr hacia la seguridad del interior de la aldea, aún con aquella opresión en el pecho que la tensión de los últimos instantes le había dejado.