1/04/2019, 19:28
Súbitamente emocionada, Ryuka alzó sendos brazos al tiempo que soltaba una exclamación de puro éxtasis.
—¡Bien! Dame un momento, necesito coger un par de cosas de mi baúl.
—¡Claro! —asintió Ayame, impaciente por ver lo que tenía que demostrarle.
Ryuka se alejó hacia el carromato y terminó desapareciendo tras una puerta pintada de rojo. Y mientras ella hacía lo que fuera que necesitara hacer, Ayame, distraída, paseó la mirada a su alrededor. No tuvo que esperar más que un par de minutos antes que la mujer regresara sosteniendo varios objetos: en una mano una vara larga cuyos extremos consistían en dos especies de esferas de tela empapadas en un líquido oscuro, en la otra, una pequeña cajita. Además, anudada al cinturón llevaba una calabaza de pequeño tamaño.
—¿Preparada? ¡Vas a ver el espectáculo de Sabaku no Ryuka, la Tragafuego del Desierto!
Ni corta ni perezosa, Ryuka cogió la calabaza, le quitó el tapón con los dientes y le dio un largo trago a lo que fuera que contuviera. O eso pensaba Ayame, antes de que la viera hinchar los carrillos como si estuviera conteniendo el líquido en ellos. Entonces, y tras volver a colgarse la calabaza, sacó una cerilla de la cajita, la prendió y acarició con su llama sendos extremos de la vara, que enseguida ardieron alegremente.
«¿Un líquido combustible?» Se preguntó Ayame, que asistía a aquel extraño ritual con toda su atención puesta en Ryuka.
Un ritual que se completó cuando la mujer alzó uno de los extremos de la vara, lo acercó hasta que su rostro quedó a apenas un palmo de las peligrosas llamas y sopló. Ayame no pudo reprimir un grito de alarma cuando una llamarada se alzó, como la peligrosa lengua de fuego de un dragón. Entonces, Ryuka comenzó a bailar con el fuego. Una danza exótica y ardiente, de vistosas florituras, piruetas y pasos rápidos; en la que combinaba el movimiento de su cuerpo con las llamaradas que expelía de cuando en cuando. Parecía una salamandra revolviéndose en el fuego de una hoguera, y Ayame se descubrió a sí misma admirándola con la boca abierta, extasiada. Ambas eran completamente opuestas, y si ella era El Agua aquella mujer era El Fuego.
Sin embargo, Ayame salió de su ensimismamiento cuando sus ojos percibieron un movimiento extraño. Cerca del carromato, el chico que vendía las tallas de madera se movía sigilosamente, como una serpiente al acecho. Un movimiento de lo más sospechoso que se vio más que confirmado cuando le vio alzar las manos hacia el cofre de las ganancias de los artistas ambulantes y abrazarlo contra su pecho como si se tratara de su retoño.
—¡Discúlpame, Ryuka! —exclamó Ayame, antes de desaparecer en apenas una neblina.
Y aparecería de manera casi instantánea junto al pordiosero ladrón para agarrarle del brazo con firmeza.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le espetó con dureza.
—¡Bien! Dame un momento, necesito coger un par de cosas de mi baúl.
—¡Claro! —asintió Ayame, impaciente por ver lo que tenía que demostrarle.
Ryuka se alejó hacia el carromato y terminó desapareciendo tras una puerta pintada de rojo. Y mientras ella hacía lo que fuera que necesitara hacer, Ayame, distraída, paseó la mirada a su alrededor. No tuvo que esperar más que un par de minutos antes que la mujer regresara sosteniendo varios objetos: en una mano una vara larga cuyos extremos consistían en dos especies de esferas de tela empapadas en un líquido oscuro, en la otra, una pequeña cajita. Además, anudada al cinturón llevaba una calabaza de pequeño tamaño.
—¿Preparada? ¡Vas a ver el espectáculo de Sabaku no Ryuka, la Tragafuego del Desierto!
Ni corta ni perezosa, Ryuka cogió la calabaza, le quitó el tapón con los dientes y le dio un largo trago a lo que fuera que contuviera. O eso pensaba Ayame, antes de que la viera hinchar los carrillos como si estuviera conteniendo el líquido en ellos. Entonces, y tras volver a colgarse la calabaza, sacó una cerilla de la cajita, la prendió y acarició con su llama sendos extremos de la vara, que enseguida ardieron alegremente.
«¿Un líquido combustible?» Se preguntó Ayame, que asistía a aquel extraño ritual con toda su atención puesta en Ryuka.
Un ritual que se completó cuando la mujer alzó uno de los extremos de la vara, lo acercó hasta que su rostro quedó a apenas un palmo de las peligrosas llamas y sopló. Ayame no pudo reprimir un grito de alarma cuando una llamarada se alzó, como la peligrosa lengua de fuego de un dragón. Entonces, Ryuka comenzó a bailar con el fuego. Una danza exótica y ardiente, de vistosas florituras, piruetas y pasos rápidos; en la que combinaba el movimiento de su cuerpo con las llamaradas que expelía de cuando en cuando. Parecía una salamandra revolviéndose en el fuego de una hoguera, y Ayame se descubrió a sí misma admirándola con la boca abierta, extasiada. Ambas eran completamente opuestas, y si ella era El Agua aquella mujer era El Fuego.
Sin embargo, Ayame salió de su ensimismamiento cuando sus ojos percibieron un movimiento extraño. Cerca del carromato, el chico que vendía las tallas de madera se movía sigilosamente, como una serpiente al acecho. Un movimiento de lo más sospechoso que se vio más que confirmado cuando le vio alzar las manos hacia el cofre de las ganancias de los artistas ambulantes y abrazarlo contra su pecho como si se tratara de su retoño.
—¡Discúlpame, Ryuka! —exclamó Ayame, antes de desaparecer en apenas una neblina.
Y aparecería de manera casi instantánea junto al pordiosero ladrón para agarrarle del brazo con firmeza.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le espetó con dureza.