5/04/2019, 18:57
El ladrón volvió a retroceder, abrazando aquel envenenado paquetito como si le fuera la vida en ello. Ayame sintió un súbito deseo de arrebatárselo, de arrojarlo lejos de allí, de hacerlo desaparecer. Pero sabía bien que no debía interponerse en el amor tóxico de un drogadicto y su afición, porque aquella sería seguramente una de las pocas cosas que lograría despertar una ira tan primitiva como animal. Aunque, viendo el lamentable estado de aquel hombre, quizás era lo que necesitaba para despertar alguna reacción que no fueran aquellos débiles balbuceos.
—¿Qué m... m... mmmm... me destruirá, señorita? ¿Es que acaso... Acaso no me ve? ¡Yo ya estoy arruinado! No queda nada para mí en este mundo... —dijo, abriendo las manos junto a su pecho para dedicar una amorosa mirada a aquel veneno azulado—. Este... Este mundo, me asquea... ¡Me dan ganas de vomitar! Yo... Todo cuanto quiero es... Recordar. Esto es para recordar.
«Por eso tiene los dientes de ese color.» Reparó Ayame. Los nudillos se marcaron blancos en sus puños apretados.
—Y esto para olvidar —añadió, acariciando con ternura la calabaza.
—Señorita, usted... Usted no sabe. ¡En este mundo es inútil luchar! Por mucho que... Que... Se esfuerce, por mucho que pelee... Al final se lo arrebatarán todo. Todo, y no puedes hacer nada...
—¿Que no lo sé? —le interrumpió con un brusco aspaviento de su brazo. Tenía los ojos húmedos y una tenaza cerrando su garganta—. ¡Puede que yo no haya corrido tu misma suerte! ¡Puede que yo no haya tenido un accidente tan terrible como el tuyo! —gritó, señalando su rostro—. ¡Pero he visto muy bien lo que le hace ese veneno a las personas! ¡No puedes rendirte, no mientras sigas con vida! ¡Deja de refugiarte en ilusiones que nunca volverán y construye un nuevo futuro!
—No puedes hacer nada por evitarlo. Usted también... Lo perderá, cuando se hayan cansado... Ellos... Ellos... La tirarán a la basura como a ropa usada.
Ayame había abierto la boca para replicar, pero aquellas últimas palabras la pillaron desprevenida. Entrecerró ligeramente los ojos y ladeó la cabeza.
—¿"Ellos"? ¿Quiénes son ellos?
—¿Qué m... m... mmmm... me destruirá, señorita? ¿Es que acaso... Acaso no me ve? ¡Yo ya estoy arruinado! No queda nada para mí en este mundo... —dijo, abriendo las manos junto a su pecho para dedicar una amorosa mirada a aquel veneno azulado—. Este... Este mundo, me asquea... ¡Me dan ganas de vomitar! Yo... Todo cuanto quiero es... Recordar. Esto es para recordar.
«Por eso tiene los dientes de ese color.» Reparó Ayame. Los nudillos se marcaron blancos en sus puños apretados.
—Y esto para olvidar —añadió, acariciando con ternura la calabaza.
—Señorita, usted... Usted no sabe. ¡En este mundo es inútil luchar! Por mucho que... Que... Se esfuerce, por mucho que pelee... Al final se lo arrebatarán todo. Todo, y no puedes hacer nada...
—¿Que no lo sé? —le interrumpió con un brusco aspaviento de su brazo. Tenía los ojos húmedos y una tenaza cerrando su garganta—. ¡Puede que yo no haya corrido tu misma suerte! ¡Puede que yo no haya tenido un accidente tan terrible como el tuyo! —gritó, señalando su rostro—. ¡Pero he visto muy bien lo que le hace ese veneno a las personas! ¡No puedes rendirte, no mientras sigas con vida! ¡Deja de refugiarte en ilusiones que nunca volverán y construye un nuevo futuro!
—No puedes hacer nada por evitarlo. Usted también... Lo perderá, cuando se hayan cansado... Ellos... Ellos... La tirarán a la basura como a ropa usada.
Ayame había abierto la boca para replicar, pero aquellas últimas palabras la pillaron desprevenida. Entrecerró ligeramente los ojos y ladeó la cabeza.
—¿"Ellos"? ¿Quiénes son ellos?