6/04/2019, 13:46
Sin embargo, no parecía que Calabaza estuviese en condiciones de poder responder. Quisiera o no hacerlo, aquel golpe en aquel punto tan crítico le había dejado para el arrastre y ahora, encogido de dolor como estaba, apenas era capaz de hacer algo más que gimotear.
Ayame lanzó un pesado suspiro, cargado de pesar. ¿Qué demonios estaba haciendo? No sólo se había atrevido a separar al drogadicto de su fuente de deseo, sino que además le había incapacitado buscando unas respuestas que era muy probable que sólo estuviesen en la mente enferma de un pobre loco consumido por su adicción.
—¿Uh?
Fue entonces cuando lo oyó. Pasos. La muchacha buscó con sus ojos el origen del sonido y no tardó en encontrarlo: dos personas, una de porte alto y escuchimizado y la otra completamente lo opuesto, se acercaban desde el final del callejón. Sus voces no tardaron en llegar hasta sus oídos, pero desde su posición no consiguió entender sus palabras. Fuera como fuera, la presencia de aquellas dos espontáneos sólo significaba una cosa: problemas. No podía dejar a Calabaza allí tirado, encogido de dolor, lo primero que pasaría sería que llamaría la atención de los desconocidos y no podía prever lo que sucedería después.
Por eso, y tras agacharse un momento, Ayame descendió de nuevo al callejón de un salto y se acercó al indigente.
—Vámonos —susurró, mientras intentaba cargarse el cuerpo de Calabaza sobre sus hombros.
1 AO
Ayame lanzó un pesado suspiro, cargado de pesar. ¿Qué demonios estaba haciendo? No sólo se había atrevido a separar al drogadicto de su fuente de deseo, sino que además le había incapacitado buscando unas respuestas que era muy probable que sólo estuviesen en la mente enferma de un pobre loco consumido por su adicción.
—¿Uh?
Fue entonces cuando lo oyó. Pasos. La muchacha buscó con sus ojos el origen del sonido y no tardó en encontrarlo: dos personas, una de porte alto y escuchimizado y la otra completamente lo opuesto, se acercaban desde el final del callejón. Sus voces no tardaron en llegar hasta sus oídos, pero desde su posición no consiguió entender sus palabras. Fuera como fuera, la presencia de aquellas dos espontáneos sólo significaba una cosa: problemas. No podía dejar a Calabaza allí tirado, encogido de dolor, lo primero que pasaría sería que llamaría la atención de los desconocidos y no podía prever lo que sucedería después.
Por eso, y tras agacharse un momento, Ayame descendió de nuevo al callejón de un salto y se acercó al indigente.
—Vámonos —susurró, mientras intentaba cargarse el cuerpo de Calabaza sobre sus hombros.
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