7/04/2019, 20:34
—Arf, arf... C... cuidado... —resopló Calabaza, que se levantó a duras penas entre profundas muecas de dolor. Unas muecas que poco tuvieron que envidiar a las de Ayame cuando el hedor del alcohol, sudor y otras cosas que no quería ni imaginar inundaron su sentido del olfato. Pero apenas habían dado dos pasos cuando su voz se tiñó de un inesperado tono de terror—. V... V... Vámonos... Vámonos ya...
Ayame lanzó una fugaz mirada en la dirección que los ojos del indigente se habían clavado. Se trataba de las dos siluetas que Ayame había distinguido desde lo alto.
«¿Los conocerá?» Se preguntó.
Pero por nada del mundo quería verse envuelta en las redes de las camorras de la calle, por lo que hizo caso a Calabaza y aceleró el paso tanto como el cuerpo de ambos podían soportar: una por el peso, el otro por el dolor.
Siguiendo las instrucciones de Calabaza, que parecía conocer tan bien las calles de Tanzaku Gai como una rata conoce los conductos de su alcantarilla, giraron varios callejones. Pasado un rato, ambos terminaron en un rincón maloliente y diminuto donde los restaurantes aledaños debían arrojar sus desperdicios. Cubos de basura a rebosar y bolsas repletas de residuos que apestaban en la distancia y que se desperdigaban por doquier completaban el mobiliario. Calabaza se soltó de Ayame, y ella le dejó ir con facilidad. Después, el indigente se dejó caer contra la pared del fondo de la calle, donde varias cajas de cartón parecían hacer las veces de colchón a juzgar por las mantas que había allí, acompañando una cajita metálica muy vieja, media barra de pan y un rollo de papel higiénico.
«No me digas que vive aquí...» Pensó Ayame, con el corazón encogido por una profunda angustia y tristeza.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —suplicó Calabaza, con el rostro desencajado. Sus ojos recorrían a Ayame de arriba a abajo, buscando con una desesperación enfermiza el objeto de su deseo. Su veneno.
Pero Calabaza no lo encontraría en sus manos. Y ella había apretado los puños, temblando, y había apartado la mirada.
—N... no sé de qué me hablas —masculló, repitiendo las mismas palabras que le había dedicado él antes. Rota de dolor por lo que estaba contemplando, Ayame se dio media vuelta para abandonar el callejón.
1 AO mantenida.
Ayame lanzó una fugaz mirada en la dirección que los ojos del indigente se habían clavado. Se trataba de las dos siluetas que Ayame había distinguido desde lo alto.
«¿Los conocerá?» Se preguntó.
Pero por nada del mundo quería verse envuelta en las redes de las camorras de la calle, por lo que hizo caso a Calabaza y aceleró el paso tanto como el cuerpo de ambos podían soportar: una por el peso, el otro por el dolor.
Siguiendo las instrucciones de Calabaza, que parecía conocer tan bien las calles de Tanzaku Gai como una rata conoce los conductos de su alcantarilla, giraron varios callejones. Pasado un rato, ambos terminaron en un rincón maloliente y diminuto donde los restaurantes aledaños debían arrojar sus desperdicios. Cubos de basura a rebosar y bolsas repletas de residuos que apestaban en la distancia y que se desperdigaban por doquier completaban el mobiliario. Calabaza se soltó de Ayame, y ella le dejó ir con facilidad. Después, el indigente se dejó caer contra la pared del fondo de la calle, donde varias cajas de cartón parecían hacer las veces de colchón a juzgar por las mantas que había allí, acompañando una cajita metálica muy vieja, media barra de pan y un rollo de papel higiénico.
«No me digas que vive aquí...» Pensó Ayame, con el corazón encogido por una profunda angustia y tristeza.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —suplicó Calabaza, con el rostro desencajado. Sus ojos recorrían a Ayame de arriba a abajo, buscando con una desesperación enfermiza el objeto de su deseo. Su veneno.
Pero Calabaza no lo encontraría en sus manos. Y ella había apretado los puños, temblando, y había apartado la mirada.
—N... no sé de qué me hablas —masculló, repitiendo las mismas palabras que le había dedicado él antes. Rota de dolor por lo que estaba contemplando, Ayame se dio media vuelta para abandonar el callejón.
1 AO mantenida.