8/11/2015, 01:57
(Última modificación: 8/11/2015, 02:09 por Uchiha Datsue.)
—No soy un perro para que me llames con esas formas, extranjero.— Escupió apreciablemente indignada.
Paciencia y amabilidad. Dos cualidades importantes en toda persona, así se lo había repetido su padre en decenas de ocasiones, esmerándose en dar una buena educación a su hijo adoptivo. Y Datsue había aprendido bien, sabía de su importancia para llegar a buen puerto con cualquier relación. Pero digamos una cosa de Uchiha Datsue, no es un chico amable.
—Tan sólo una zorra, ¿entonces? —replicó con gusto.
Los antiguos inquilinos de la mesa en que el chico se había sentado se dieron la vuelta, y miraron al joven como si su vida valiese menos que la de un insecto.
—Éste chico si que puede valer la pena, nos lo quedamos. Seguro que pagan bien por él sus familiares.
—Si, jefa!— Contestaron al unísono.
Además de éstos, la otra mesa se levantó también de su posición, y comenzaron a rodear al chico también. Obviamente, todos parecían formar equipo, banda, o algo parecido. Un total de siete hombres, y una mujer. Quizás demasiado para un único genin.
—Así que se trata de eso —susurró Datsue, que intentó mantener la calma. O al menos aparentarla, pues nada pudo hacer para impedir que su corazón se agitase, nervioso.
Su lengua lo había metido en un buen lío, y con su lengua esperaba poder salir de él. No se avergonzaba por reconocer que se le daba mejor hablar que luchar, todo shinobi tenía sus cualidades, y lo tonto sería no aprovecharse de lo que a uno se le daba bien.
—Caballeros, zorra, permítanme prevenirles de su error —empezó diciendo, mientras miraba a un lado y a otro, reprimiendo sus ganas por activar el sharingan. Todavía no sabían que era un shinobi, pues había dejado cualquier indicio de ello en su casa. Sólo portaba un hilo metálico y su bandana, que estaban dentro de la mochila, pero mientras no lo viesen no tenía de que preocuparse—. No sabéis quien soy, no sabéis de dónde vengo, ni quienes son mis padres, o si siquiera los tengo… A decir verdad, no sabéis ni mi puto nombre. Os será complicado sacar un rescate de mí sin saber a quién chantajear.
Cerró la libreta y la dejó sobre la mesa, con parsimonia. Acto seguido, se levantó con lentitud, para que no apreciaran peligro alguno en su movimiento, y continuó con su discurso:
—Pero estoy convencido de que tenéis vuestros métodos para conseguir esa información —apostó—. Me evitaré la tortura y os adelantaré que, en efecto, tengo padres. Pero también os diré que son pobres, y que ya tienen una deuda contraída por mi culpa —aseguró. No había mentira en sus ojos, pues aquella era la pura verdad—. Y no permitiré que por mi culpa tengan otra. Pero apuesto a que seréis reacios a creerme, dadas mis ropas —"Y menos se lo creerán cuando vean el collar que hay bajo ellas"—. Así pues, os diré la verdadera razón de vuestro error.
Datsue miró uno a uno a los hombres que le rodeaban. Analizó sus gestos, sus armas, su complexión física… En definitiva, sopesó las posibilidades que tenía de vencerles si la cosa salía mal. Siendo optimista, quizá redujese a tres o cuatro antes de que mordiese el polvo. La victoria, en todo caso, era una utopía. En estos casos más valía ser realista.
—¡Observad mi lápiz! —exclamó, levantándolo en alto—. ¡Observadlo bien, porque este no es un lápiz cualquiera! ¡Es el lápiz que os derrotará a todos, y de un solo golpe! —aseguró con rotundidad—. ¿No me creéis? —preguntó, imaginándose que en aquel momento lo estarían tomando por un loco. No le importaba. De hecho, le convenía que le tomaran por uno—. ¡PUES OBSERVAD!
Con un movimiento regio y grandilocuente, se llevó la punta del lápiz al cuello. Justo a la arteria carótida. Ladeó ligeramente la cabeza en sentido contrato y sonrió. Luego ejerció más presión.
—¿Lo veis? No mentía, pues en esta vida sólo tengo mi palabra y mis cojones —aseguró—, y no los rompo por nada. Así pues, ¿qué preferís? ¿Que me mate aquí mismo? —preguntó, y la punta afilada del lápiz se hundió todavía más en su piel. Tanto, que creerían que de un momento a otro atravesaría la arteria. Tanto, que más de uno pensaría que ya debería haberla atravesado. “Si mi piel fuese la de otro, quizá ya lo habría hecho”. Todo aquello para que pensaran que iba en serio—. ¿O servirme mi comida y hacer como si nada de esto hubiese pasado? Pero ya os aviso que si elegís lo primero, no voy a limpiar el estropicio. Porque pienso sangrar como un cerdo —finalizó, tratando de esbozar la sonrisa más perversa que aquellos hombres habían visto jamás.
Paciencia y amabilidad. Dos cualidades importantes en toda persona, así se lo había repetido su padre en decenas de ocasiones, esmerándose en dar una buena educación a su hijo adoptivo. Y Datsue había aprendido bien, sabía de su importancia para llegar a buen puerto con cualquier relación. Pero digamos una cosa de Uchiha Datsue, no es un chico amable.
—Tan sólo una zorra, ¿entonces? —replicó con gusto.
Los antiguos inquilinos de la mesa en que el chico se había sentado se dieron la vuelta, y miraron al joven como si su vida valiese menos que la de un insecto.
—Éste chico si que puede valer la pena, nos lo quedamos. Seguro que pagan bien por él sus familiares.
—Si, jefa!— Contestaron al unísono.
Además de éstos, la otra mesa se levantó también de su posición, y comenzaron a rodear al chico también. Obviamente, todos parecían formar equipo, banda, o algo parecido. Un total de siete hombres, y una mujer. Quizás demasiado para un único genin.
—Así que se trata de eso —susurró Datsue, que intentó mantener la calma. O al menos aparentarla, pues nada pudo hacer para impedir que su corazón se agitase, nervioso.
Su lengua lo había metido en un buen lío, y con su lengua esperaba poder salir de él. No se avergonzaba por reconocer que se le daba mejor hablar que luchar, todo shinobi tenía sus cualidades, y lo tonto sería no aprovecharse de lo que a uno se le daba bien.
—Caballeros, zorra, permítanme prevenirles de su error —empezó diciendo, mientras miraba a un lado y a otro, reprimiendo sus ganas por activar el sharingan. Todavía no sabían que era un shinobi, pues había dejado cualquier indicio de ello en su casa. Sólo portaba un hilo metálico y su bandana, que estaban dentro de la mochila, pero mientras no lo viesen no tenía de que preocuparse—. No sabéis quien soy, no sabéis de dónde vengo, ni quienes son mis padres, o si siquiera los tengo… A decir verdad, no sabéis ni mi puto nombre. Os será complicado sacar un rescate de mí sin saber a quién chantajear.
Cerró la libreta y la dejó sobre la mesa, con parsimonia. Acto seguido, se levantó con lentitud, para que no apreciaran peligro alguno en su movimiento, y continuó con su discurso:
—Pero estoy convencido de que tenéis vuestros métodos para conseguir esa información —apostó—. Me evitaré la tortura y os adelantaré que, en efecto, tengo padres. Pero también os diré que son pobres, y que ya tienen una deuda contraída por mi culpa —aseguró. No había mentira en sus ojos, pues aquella era la pura verdad—. Y no permitiré que por mi culpa tengan otra. Pero apuesto a que seréis reacios a creerme, dadas mis ropas —"Y menos se lo creerán cuando vean el collar que hay bajo ellas"—. Así pues, os diré la verdadera razón de vuestro error.
Datsue miró uno a uno a los hombres que le rodeaban. Analizó sus gestos, sus armas, su complexión física… En definitiva, sopesó las posibilidades que tenía de vencerles si la cosa salía mal. Siendo optimista, quizá redujese a tres o cuatro antes de que mordiese el polvo. La victoria, en todo caso, era una utopía. En estos casos más valía ser realista.
—¡Observad mi lápiz! —exclamó, levantándolo en alto—. ¡Observadlo bien, porque este no es un lápiz cualquiera! ¡Es el lápiz que os derrotará a todos, y de un solo golpe! —aseguró con rotundidad—. ¿No me creéis? —preguntó, imaginándose que en aquel momento lo estarían tomando por un loco. No le importaba. De hecho, le convenía que le tomaran por uno—. ¡PUES OBSERVAD!
Con un movimiento regio y grandilocuente, se llevó la punta del lápiz al cuello. Justo a la arteria carótida. Ladeó ligeramente la cabeza en sentido contrato y sonrió. Luego ejerció más presión.
—¿Lo veis? No mentía, pues en esta vida sólo tengo mi palabra y mis cojones —aseguró—, y no los rompo por nada. Así pues, ¿qué preferís? ¿Que me mate aquí mismo? —preguntó, y la punta afilada del lápiz se hundió todavía más en su piel. Tanto, que creerían que de un momento a otro atravesaría la arteria. Tanto, que más de uno pensaría que ya debería haberla atravesado. “Si mi piel fuese la de otro, quizá ya lo habría hecho”. Todo aquello para que pensaran que iba en serio—. ¿O servirme mi comida y hacer como si nada de esto hubiese pasado? Pero ya os aviso que si elegís lo primero, no voy a limpiar el estropicio. Porque pienso sangrar como un cerdo —finalizó, tratando de esbozar la sonrisa más perversa que aquellos hombres habían visto jamás.