2/06/2019, 12:24
Pero antes de que Samidare llegara a responder, un hombre que hasta hacía unos segundos había estado congregado allí con el resto de la multitud irrumpió en la escena:
—Muchacho, mi casa esta por allá, ven y te daré un conjunto que usaba mi hijo...el se mudo y dejo atrás ropa que ya no usa —le dijo al pequeño.
—Gracias...estaré a su cuidado —accedió él, antes de volverse hacia una patidifusa Ayame, que observaba la escena con los ojos abiertos como platos—. Espérame 5 minutos, ya estoy devuelta.
—Está... está bien... ¡Intenta no tardar mucho, por favor! —le pidió, antes de que el chico se perdiera en la distancia.
Ayame se llevó una mano al mentón, preocupada.
«¿Su hijo se mudó y ha dejado atrás ropa que le podría valer a un niño como Samidare? O su hijo iba acumulando ropa o se ha visto obligado a mudarse tan joven. Quizás sus padres se están divorciando.» Meditaba Ayame, algo preocupada. Al final, terminó por suspirar—. «Sea como sea, espero que esté bien... y que no se vuelva a quedar dormido por ahí.»
Mientras esperaba, Ayame se acercó a la boca de la alcantarilla y retiró la tapa metálica. Tuvo que reprimir una arcada cuando le subió el hedor de las aguas contaminadas que corrían bajo la superficie. Con lágrimas en los ojos, la muchacha se tapó la nariz y la boca con su propia manga y echó un vistazo. Una larga escalinata de metal bajaba hasta las profundidades de aquel pozo. Al menos, pensó aliviada, no se tendrían que preocupar por la luminosidad. Ya se habían encargado de encender el alumbrado del subterráneo, y la luz incandescente titilaba de un débil color dorado allá abajo.
—Ahora si, perdón.
—¡Ay! —exclamó Ayame, sobresaltada ante la repentina aparición de Samidare tras su espalda.
El chico se había vestido con una camiseta oscura y unos pantalones ya algo viejos. Nada importante, teniendo en cuenta adonde iban.
— ¿Bajamos?
—Sí... sí —respondió ella, respirando hondo para recuperarse del susto—. Vamos. Ten cuidado, no te vayas a resbalar con algún escalón.
Dicho y hecho, Ayame se colocó de espaldas y comenzó a bajar por la escalinata vertical ayudándose de sus manos y sus pies. Siempre cuidadosa de poner el pie donde debía, siempre cuidadosa de comprobar que Samidare iba bien. Descendieron unos diez metros y una vez abajo dieron con el asfalto, que constituia una especie de orilla junto al río de las aguas sucias y malolientes. Había otra orilla similar al otro lado, a unos diez metros de distancia y, de vez en cuando una suerte de puente unía ambas por encima del agua. El techo era abovedado, constituido por multitud de ladrillos bien diferenciados y, en las paredes, multitud de fluorescentes alumbraban débilmente el camino.
—Ni siquiera podía imaginar lo mal que iba a oler esto... ¿Cómo vas, Samidare? —le preguntó Ayame—. Lo primero que tendríamos que hacer es buscar pruebas o ver si escuchamos algo raro...