19/11/2015, 19:14
La verdad es que no sabía cómo había conseguido convencer a su hermano de que la llevara hasta allí, pero al final lo había hecho.
Le costó más de un día, de hecho, entre sutiles y no tan sutiles reclamos, entre alguna que otra discusión y unos pocos pucheros. Y es que para cumplir su deseo, desde el Puente Tenchi donde se había encontrado con aquel extraño mercader de Takigakure, Ayame y Kōri se vieron obligados a bordear todo el País de la Cascada por el límite que marcaba con sus vecinos, el País de la Roca, el País de la Tormenta y el País de los Bosques. Por lo que el viaje se prolongó, como mínimo, durante tres días más.
Ayame era muy consciente del esfuerzo que suponía su capricho de última hora, y no podía dejar de sentirse culpable por ello. Pero de verdad quería verlo, había algo que la atraía hacia allí con la fuerza de un agujero negro. Y una vez se le había metido la idea en la cabeza, ya no hubo marcha atrás.
—Eres una niña caprichosa —dijo Kōri aquel día, con ese tono de voz tan característicamente monótono que tenía.
Ayame le dirigió una sonrisa nerviosa a modo de disculpa. Pero el sentimiento de culpabilidad que podría haber sentido enseguida se vio eclipsado por un nervioso aleteo en su pecho cuando atravesaron la última fila de árboles.
—¡Vaaaaaya! —exclamó, incapaz de contenerse.
Habían llegado. Tras largas jornadas de viaje sin apenas descanso, al fin habían llegado a punto de encuentro entre los que habían sido los tres países principales del continente ninja hasta hacía apenas unos meses. El Valle del Fin se abría ante los dos hermanos como una colosal boca en el interior de la tierra. Estaban en lo alto del acantilado, y aún así el martilleo de la cascada contra la superficie del lago creaba un resonante eco a su alrededor que prácticamente la ensordecía. Sin embargo, Ayame ni siquiera parecía notarlo, sus ávidos ojos recorrían el paisaje tratando de memorizar cada pequeño detalle. Aunque enseguida se detuvieron sobre las tres titánicas estatuas que rompían la monotonía del lugar: Uzumaki Shiomaru, un hombre de cabellos cortos vestido con un largo kimono; Koichi Riona, una hermosa mujer que llevaba una armadura de samurai; y Sumizu Kouta, un anciano de cabellos y barba inmensamente largos, seguían guardando el lugar después de doscientos años desde su lucha con los nueve bijū.
—Quédate aquí, tengo que ir a comprobar algo.
La voz de su hermano mayor la sobresaltó, pero Ayame no tardó en asentir con energía. Kōri desapareció con una pequeña ventisca que le provocó un ligero escalofrío, pero la muchacha seguía con la mirada prendida de las tres estatuas como si buscara que le comunicaran algo.
Que le dieran alguna señal.
Le costó más de un día, de hecho, entre sutiles y no tan sutiles reclamos, entre alguna que otra discusión y unos pocos pucheros. Y es que para cumplir su deseo, desde el Puente Tenchi donde se había encontrado con aquel extraño mercader de Takigakure, Ayame y Kōri se vieron obligados a bordear todo el País de la Cascada por el límite que marcaba con sus vecinos, el País de la Roca, el País de la Tormenta y el País de los Bosques. Por lo que el viaje se prolongó, como mínimo, durante tres días más.
Ayame era muy consciente del esfuerzo que suponía su capricho de última hora, y no podía dejar de sentirse culpable por ello. Pero de verdad quería verlo, había algo que la atraía hacia allí con la fuerza de un agujero negro. Y una vez se le había metido la idea en la cabeza, ya no hubo marcha atrás.
—Eres una niña caprichosa —dijo Kōri aquel día, con ese tono de voz tan característicamente monótono que tenía.
Ayame le dirigió una sonrisa nerviosa a modo de disculpa. Pero el sentimiento de culpabilidad que podría haber sentido enseguida se vio eclipsado por un nervioso aleteo en su pecho cuando atravesaron la última fila de árboles.
—¡Vaaaaaya! —exclamó, incapaz de contenerse.
Habían llegado. Tras largas jornadas de viaje sin apenas descanso, al fin habían llegado a punto de encuentro entre los que habían sido los tres países principales del continente ninja hasta hacía apenas unos meses. El Valle del Fin se abría ante los dos hermanos como una colosal boca en el interior de la tierra. Estaban en lo alto del acantilado, y aún así el martilleo de la cascada contra la superficie del lago creaba un resonante eco a su alrededor que prácticamente la ensordecía. Sin embargo, Ayame ni siquiera parecía notarlo, sus ávidos ojos recorrían el paisaje tratando de memorizar cada pequeño detalle. Aunque enseguida se detuvieron sobre las tres titánicas estatuas que rompían la monotonía del lugar: Uzumaki Shiomaru, un hombre de cabellos cortos vestido con un largo kimono; Koichi Riona, una hermosa mujer que llevaba una armadura de samurai; y Sumizu Kouta, un anciano de cabellos y barba inmensamente largos, seguían guardando el lugar después de doscientos años desde su lucha con los nueve bijū.
—Quédate aquí, tengo que ir a comprobar algo.
La voz de su hermano mayor la sobresaltó, pero Ayame no tardó en asentir con energía. Kōri desapareció con una pequeña ventisca que le provocó un ligero escalofrío, pero la muchacha seguía con la mirada prendida de las tres estatuas como si buscara que le comunicaran algo.
Que le dieran alguna señal.