1/12/2015, 19:30
(Última modificación: 1/12/2015, 19:31 por Aotsuki Ayame.)
Y así estuvo durante varios minutos, como si ella misma se hubiese convertido en una estatua más del paisaje, con la mirada petrificada en las tres tallas que custodiaban el legendario Valle del Fin. Y tan absorta se encontraba que no sintió la presencia que acababa de hacer acto de aparición en la escena hasta que su voz la sobresaltó:
—Es precioso...
Ayame no pudo evitar pegar un brinco. Y el raspado de sus sandalias sobre el terreno liberó algunas piedrecitas que terminaron cayendo por el barranco hacia las aguas del lago. La sensación de peligro pasó sobre su piel como la delicada caricia de un bisturí, y la kunoichi giró la cabeza bruscamente hacia el origen de aquella suave voz.
La encontró a unos pocos metros a su izquierda. Quizás, demasiado pocos. Era una joven que parecía rondar su edad, pero indudablemente bonita. Sus largos cabellos, del color de la nieve, caían con suavidad por detrás de su espalda como una cascada de nieve. E igual de pálida eran sus ojos, nublados, del color de la luna, carentes de pupila. ¿Acaso era ciega? Sin embargo, si había algo que destacara más que aquellos extraños y hermosos ojos era, sin duda alguna, las exóticas líneas negras que recorrían sus mejillas como si de un tigre siberiano se tratara.
«¿Todas las kunoichis de Uzushiogakure son tan guapas? ¿Acaso hacen como examen de graduación un casting de belleza en lugar de medir su fuerza?» Se sorprendió pensando, tras reparar en la placa metálica que llevaba adosada en torno a la frente.
Y sin embargo, volvió de nuevo la mirada a las tres estatuas.
—Más que precioso... Imponente —un escalofrío recorrió su espalda. No sabía si era cosa de sugestión propia, pero le parecía sentir una extraña energía cosquilleante en el ambiente. Como electricidad estática. No estaba del todo cómoda allí, pero estaba fascinada.
—Es precioso...
Ayame no pudo evitar pegar un brinco. Y el raspado de sus sandalias sobre el terreno liberó algunas piedrecitas que terminaron cayendo por el barranco hacia las aguas del lago. La sensación de peligro pasó sobre su piel como la delicada caricia de un bisturí, y la kunoichi giró la cabeza bruscamente hacia el origen de aquella suave voz.
La encontró a unos pocos metros a su izquierda. Quizás, demasiado pocos. Era una joven que parecía rondar su edad, pero indudablemente bonita. Sus largos cabellos, del color de la nieve, caían con suavidad por detrás de su espalda como una cascada de nieve. E igual de pálida eran sus ojos, nublados, del color de la luna, carentes de pupila. ¿Acaso era ciega? Sin embargo, si había algo que destacara más que aquellos extraños y hermosos ojos era, sin duda alguna, las exóticas líneas negras que recorrían sus mejillas como si de un tigre siberiano se tratara.
«¿Todas las kunoichis de Uzushiogakure son tan guapas? ¿Acaso hacen como examen de graduación un casting de belleza en lugar de medir su fuerza?» Se sorprendió pensando, tras reparar en la placa metálica que llevaba adosada en torno a la frente.
Y sin embargo, volvió de nuevo la mirada a las tres estatuas.
—Más que precioso... Imponente —un escalofrío recorrió su espalda. No sabía si era cosa de sugestión propia, pero le parecía sentir una extraña energía cosquilleante en el ambiente. Como electricidad estática. No estaba del todo cómoda allí, pero estaba fascinada.