7/10/2019, 20:22
Con un par de patadas más, Ranko arrancó las maderas que bloqueaban las puertas principales y salió al exterior cargando con el kamikaze. Entonces, y para estupefacción de Ayame, la de Kusagakure salió al exterior con el bandido. Pero no se detuvo en la calle, no, siguió corriendo hasta que la perdió de vista y dejó de escuchar el sonido de sus pasos.
—¿Pero adónde...? ¡Ah! —No tenía demasiado tiempo para pensarlo. Con su momentánea distracción, el atracador al que estaba reteniendo le había asestado una fuerte patada que la obligó a apartarse a un lado con un gemido de dolor.
Estaba sola. Contra dos... No. Contra tres bandidos.
—¡Vamos, salid de aquí! ¡Rápido! —exclamó, dirigiéndose a los rehenes, que no dudaron ni un instante en aprovechar la oportunidad.
Mientras tanto, el bandido del arma eléctrica alcanzó a la segunda Ayame, que se desvaneció dejando tras de sí una nube de humo y un alarido de dolor.
Mientras tanto, Ranko siguió corriendo hacia el este. Atravesó múltiples calles sin reparar demasiado en lo que había alrededor, y en más de una ocasión tuvo que esquivar a un viandante para no chocar estrepitosamente contra él.
—¡A-ayuda! ¡E-este hombre ti-tiene una bomba! ¡Ayuda!
Como era obvio, aquellos gritos desataron el pánico. Y la quietud característica de Yachi se convirtió de repente en una salvaje jungla donde imperaba la ley de la supervivencia del más fuerte. Chillidos, niños llorando, padres buscando a sus hijos para salir corriendo en cuanto antes, gente abandonando sus casas, más y más alaridos... Y ninguna ayuda.
—¿Pero adónde...? ¡Ah! —No tenía demasiado tiempo para pensarlo. Con su momentánea distracción, el atracador al que estaba reteniendo le había asestado una fuerte patada que la obligó a apartarse a un lado con un gemido de dolor.
Estaba sola. Contra dos... No. Contra tres bandidos.
—¡Vamos, salid de aquí! ¡Rápido! —exclamó, dirigiéndose a los rehenes, que no dudaron ni un instante en aprovechar la oportunidad.
Mientras tanto, el bandido del arma eléctrica alcanzó a la segunda Ayame, que se desvaneció dejando tras de sí una nube de humo y un alarido de dolor.
. . .
Mientras tanto, Ranko siguió corriendo hacia el este. Atravesó múltiples calles sin reparar demasiado en lo que había alrededor, y en más de una ocasión tuvo que esquivar a un viandante para no chocar estrepitosamente contra él.
—¡A-ayuda! ¡E-este hombre ti-tiene una bomba! ¡Ayuda!
Como era obvio, aquellos gritos desataron el pánico. Y la quietud característica de Yachi se convirtió de repente en una salvaje jungla donde imperaba la ley de la supervivencia del más fuerte. Chillidos, niños llorando, padres buscando a sus hijos para salir corriendo en cuanto antes, gente abandonando sus casas, más y más alaridos... Y ninguna ayuda.